Con esta maravillosa celebración que cierra el tiempo de la Pascua, vemos como San Juan ambienta en la noche misma del día de Pascua la venida del Espíritu Santo. Es en el Cenáculo donde Cristo resucitado realiza ante todos, un acto simbólico; para nosotros extraño pero para un oriental y para un lector de la Biblia, está cargado de significados: “sopló sobre ellos”. En la lengua hebrea como en la griega, una misma palabra significa tanto “el viento” como “el espíritu”, “el soplo” de “aire” y “el soplo” vital. En Gn 1, 2 sobre la nada y sobre el caos pasa el “Espíritu” de Dios, semejante a un “viento” impetuoso y he aquí que florece el ser con todas sus maravillas cósmicas.
Así con esta comprensión vemos el acto simbólico de Jesús de “soplar”, y es que el Espíritu de Dios es, pues, el soplo de la vida, la fuente de la creación, el principio de una nueva existencia interior. Así en Pentecostés narrado por Juan en la misma noche de la Pascua, Cristo aparece como el creador del hombre nuevo, liberado del pecado y del mal. Junto a las palabras que les dice ratifica esta imagen: “A quienes les perdonen los pecados les serán perdonados”.
A través del Bautismo y la Reconciliación la Iglesia celebra un continuo Pentecostés, que es la fiesta del perdón, de la vida nueva que florece para la humanidad y la garantía de la auténtica libertad. En esta celebración adornada y llena de contenido por la Palabra de Dios, hay que asociar textos tan maravillosos como “Envía tu espíritu, son creados, y renuevas la faz de la tierra” (Sal 104). El Espíritu Santo donado por el Resucitado es el principio de la nueva creación y de la nueva humanidad.
Una creación que se realiza a través del perdón de los pecados: los huesos áridos de la existencia pecadora vuelven a ser criaturas vivas, orientadas hacia las obras de la justicia bajo la acción del único Espíritu que puede renovar todas las cosas. Sin olvidar queridos lectores que Pentecostés era la fiesta estival de la cosecha. El judaísmo la había transformado en alegre conmemoración del don de la Ley del Sinaí, en donde Moisés había recibido los diez mandamientos para el pueblo de Israel. Con todo, llega a ser la fiesta de la Nueva Alianza, llena de la presencia del Espíritu de Dios infundido en los corazones de piedra del hombre pecador, según la promesa de Jeremías (31). En este marco de la fiesta judía como narra san Lucas en Hch 2,1-11 (que invito a leer), se derrama sobre el colegio apostólico y María Santísima del don prometido, el Espíritu Santo.