Llegamos con alegría este domingo a escuchar la homilía, podemos decir, que Cristo mismo nos propone, al comentar la parábola del pastor. En primer lugar nos presenta la figura del pastor “bueno” (en griego literalmente se dice “bello”, queriendo expresar la plenitud del bien, de lo bello, de lo justo y del amor), de éste que está dispuesto a morir para defender el rebaño.
El discurso es totalmente profundo. De esta presentación se pasa al rebaño, que es la razón de la vida del pastor, a él está consagrado. Agregando de manera espectacular como entre pastor y rebaño hay un estrecho lazo de “conocimiento”. El verbo “conocer” que aquí aparece cuatro veces, en el lenguaje bíblico, abarca un amplio camino de experiencias que van desde el intelecto al corazón. Él conoce a sus ovejas y ellas la conocen perfectamente a Él. Pero este pastor quiere ir a buscar a otras ovejas que no están en su redil.
El maravilloso movimiento de las ideas, se ven coronadas por el deseo que tiene el pastor de reunir a todas las ovejas en el único rebaño, lográndolo por la donación de su vida total en el madero de la cruz. Es la ley del grano de trigo que debe morir para producir mucho fruto (Jn 12,24); es la ley de la maternidad que debe pasar a través del dolor desgarrador del parto para traer a la luz un nuevo ser humano (16, 21). Es la ley del amor auténtico que invita a dar la vida por la persona que se ama (15,13).
Bien lo ha dicho el Papa Francisco en este año de San José en su carta apostólica Patris Corde: “Toda vocación verdadera nace del don de sí mismo, que es la maduración del simple sacrificio. También en el sacerdocio y la vida consagrada se requiere este tipo de madurez. Cuando una vocación, ya sea en la vida matrimonial, célibe o virginal, no alcanza la madurez de la entrega de sí misma deteniéndose en al lógica del sacrificio, entonces en lugar de convertirse en signo de la belleza y la alegría del amor corre el riesgo de expresar infelicidad, tristeza y frustración”.