“Algunos presumidos, que se tenían por buenos, despreciaban a los demás”, y para ellos dirige Jesús la narración “del fariseo y el publicano”. Una parábola de alguien que se tenía a sí mismo por bueno, y consideraba ese cumplimiento de las normas, como un mérito que Dios debía reconocerle. Y no solo eso, sino que su supuesta superioridad moral le daba a él permiso para despreciar a los demás.
Posiblemente se trata de uno de los relatos evangélicos más actuales y comprensibles para nosotros, ya que pareciera que estuviéramos viendo esa parábola cada día: gente que le gusta presumir de sí mismo, y que aumentan su pecado despreciando a los demás.
Y si presumir antes los hombres es pretencioso, cuánto más si queremos hacerlo ante Dios. La auténtica grandeza no necesita ser presuntuosa. Antes bien, la ostentación de las propias cualidades demuestra una gran necesidad de reconocimiento externo, es decir, de inseguridad en sí mismo. Tanto más inapropiado es cualquier alarde delante de Dios, que no puede sino reírse de nuestra infantil pretensión. Presentar méritos ante Dios, significa o elevarnos a nosotros o rebajar a Dios de su condición. Lo que hacemos bien no lo escondemos ante Dios, sino que lo exponemos con agradecimiento y humilde aceptación. No hay que negar lo bueno que hacemos, sino, sencillamente reconocerlo como acción de Dios en nosotros, para gloria suya.
En segundo lugar, despreciar a los demás, porque me creo mejor, ofende profundamente a Dios, porque Él nos ama a todos y se compadece del pecador arrepentido. Como en el caso de la parábola, justamente el publicano -al que el fariseo menosprecia- es el que acaba siendo reconocido por su sinceridad y deseo de conversión. El que se tenía por bueno, recibe una dura corrección por parte de Jesús, por ese doble pecado: creerse bueno por sí mismo y rechazar a los demás juzgándolos y minimizándolos.
Dicho de manera positiva, estamos llamados a presentarnos tanto ante Dios como ante los hombres, con humildad y sencillez, sin negar nuestras capacidades, pero sin alardear de ellas, porque en el fondo, son un don de Dios para ponerlas al servicio de los demás.
Y en cuanto a los demás, evitar todo desprecio de los otros, porque aunque sea cierto el error del otro, no por ello su dignidad puede ser olvidada. Si otros actúan mal la actitud de Jesucristo no es “romper la caña quebrada”, sino sostenerla y enderezarla, porque la alegría divina no es la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
Llevado esto a nuestra vida diaria, miremos a los demás no con permisividad, pero sí con comprensión. Porque así es como nos ve Dios a todos con su mirada de bondad y paciencia. Seguramente, cuando lleguemos al cielo nos daremos cuenta de que muchos de los que son olvidados o rechazados por el mundo, allí son los que ocupan los primeros puestos. Cuidado con despreciar a los que Dios más aprecia, es decir, a los pobres, enfermos, ancianos, pecadores arrepentidos. Ellos tienen un lugar en el banquete de Cristo. Que nuestra misa sea un reflejo de la mesa celestial.





