El gran signo que este domingo la liturgia de la Palabra nos regala en el Evangelio de Mateo es el “nupcial”, muy apreciado en la predicación de los profetas. En el relato de hoy aparece la tradición palestina del último día de los festejos donde el esposo al atardecer iba con los amigos a la residencia de la novia, quien estaba también acompañada de las amigas de la juventud. La noche se iluminaba con el resplandor de las lámparas que acompañaban el cortejo del esposo para luego iniciar el banquete nupcial. El sueño de las cinco de las diez doncellas acompañantes revelan el aspecto de la indiferencia, del vacío interior y la frialdad, evidenciado en el fuego que como el amor interior estaba ya muerto. En cambio la vigilancia con la llama encendida no deja sino de hablar de la dedicación, el entusiasmo y un amor vivo y real. La antítesis de sueño-vigilia es naturalmente sostenida por el simbolismo clásico de la noche y de la luz del día. Así que la luz de la lámpara que rompe la noche, que se abre como la aurora, es, efectivamente, signo del encuentro con Cristo el esposo que llega. En esta perspectiva se intuye el valor del aceite, signo de la hospitalidad y de la intimidad. Para los insensatos, la puerta del banquete nupcial será cerrada. Este es el último símbolo presente en la parábola, detrás de la puerta se celebra el banquete, pero por igual queda el rostro de Cristo, que actúa aquí como Juez supremo del final de la historia. De aquí que este texto posea su gran carácter escatológico, porque advierte como mientras vivimos deberemos estar con la lámpara encendida, signo de nuestra vigilancia, de nuestro amor activo e inteligente, en la espera del día en que nos sorprenda la llegada de Jesús, que llega para tomar como el Esposo que es, la riendas de su Reino. De cara a la fiesta de Cristo Rey, con que termina este año litúrgico, podemos preguntarnos ¿Estamos viviendo con la lámparas encendidas? ¿Nos habrá llegado ya el sueño?