Diácono Carlos Eduardo | ceecheverría@unicah.edu
En momentos en que se habla de la lucha por la sobrevivencia de la democracia, el auge del autoritarismo y la globalización de ideologías en organizaciones mundiales, bueno es reflexionar sobre la libertad humana y su relación armónica con una indispensable autoridad.
Defino la libertad como la capacidad, el poder, el derecho y el deber de autodeterminación. La autodeterminación es analizar y decidir por uno mismo y, por lo general, para sí mismo. Para lograrlo, es menester tener la capacidad de hacerlo, que consiste en haber alcanzado la madurez suficiente para discernir entre el bien y el mal, entre lo conveniente y lo inconveniente, entre los aceptable y lo que debe ser rechazado por sus implicaciones para uno miso o para los demás. Esta capacidad se refuerza con una buena formación y disminuye por enfermedades, minusvalías o traumas que afectan la conciencia.
Pero para ejercitar la libertad en el marco social en que se vive es menester tener el poder, la posibilidad de actuar conforme se entiende que se debe actuar. Si se impide por cualquier factor externo, legítimo o ilegítimo, aunque se tenga la capacidad no se podrá actuar libremente. El que, por otra parte, las constituciones, los tratados, las leyes nacionales y los individuos declaren que la libertad es un derecho humano, es tan universal, que hasta quienes conculcan las más elementales libertades, o las restringen, afirman estar de acuerdo con tal derecho, escudándose en un interés superior, para suspender su garantía, provisionalmente, según dicen.
En cuanto que la libertad sea un deber, no es algo sobre lo que se discuta o insista mucho, aunque no deja de sorprender el enorme número de personas que, por comodidad, por temores conscientes o inconscientes, o por ser pusilánimes, prefieren que otro decida por ellos, se alienan voluntariamente y siguen los dictados de otro.
De manera análoga, defino la autoridad como la capacidad, el poder, el derecho y el deber de determinar por otro. Así lo pienso, porque no veo oposición alguna entre libertad y autoridad y tiendo más bien a considerar esta última como un caso particular de la primera. En otras palabras, si soy autoridad legítima, ejerzo la libertad de quien, por una u otra razón, no puede ejercerla por sí mismo. Conceptúo la autoridad como un servicio necesario, indispensable, regulado por la ley, ya sea ésta divina, natural, o social. Ejemplo de ello son los poderes del Estado, ante la imposibilidad de que todos decidan sobre todo, por lo que se recurre a la democracia representativa y participativa. Otros ejemplos son la patria potestad de padres o tutores encargados, mientras los hijos son mayores; la gestión de los cuidadores de ciertos minusválidos o enfermos, y de las autoridades de los centros de privación de la libertad, por sentencia justa. Salvo algunos casos especiales, todo lo demás es abuso de autoridad de las personas o autoritarismo estatal.
La autoridad legítima no consiste pues en un poder, sino en un servicio. Al respecto, el Señor Jesús nos legó una norma fundamental: «el que quiera ser el primero, que sea el servidor de los demás» (Cfr, Mc 9, 26 / Mt 20, 26, 27).