En la liturgia de este domingo, tercero del Adviento escuchamos al Bautista, él en efecto es la “voz de uno que grita en el desierto”. Es la voz que comunica contenidos no suyos, es embajador de otro más grande que él. Su voz aparece hoy como una guía que tiene la misión de ilustrar a la humanidad el camino definitivo del Evangelio, la persona definitiva de Cristo, el acontecimiento perfecto del Reino de Dios, la salvación en el Espíritu Santo y no sólo a través del agua de las purificaciones rituales. Hoy Juan aparece, “vino como testigo para dar testimonio de la luz” que estaba como a la hora de la aurora lista para despuntar en la oscuridad de la noche. Así pues Juan aparece hoy como la voz y el testigo del anuncio eminente de la llegada de Cristo. Por eso san Pablo en la segunda lectura, que escribe a la Iglesia griega de Tesalónica a la que invita a la alegría, porque ya está aquel por quien podemos “dar gracias a Dios en todo”. La oscuridad va dejando paso a la luz, revistiendo a todos y a todas las cosas de su sentido pleno y verdadero, que hace comprender “que la voluntad de Dios en Cristo Jesús” es la vida para todas sus criaturas. El adviento permite pues a este momento, re-descubrir, re-leer los acontecimientos de la vida a la luz de aquél que ha venido para iluminar nuestras sombras de muerte, y llamarlas a la claridad resplandeciente de su vida. Solamente así se recibe auténticamente el Reino de Dios que está entre nosotros, secreto pero vivo como una semilla sembrada en la tierra, creciendo silenciosamente. En resumen, delante de Juan, testigo de Cristo, encontramos también la capacidad de ser “precursores” de Jesús ante nuestros hermanos, en tiempos que nos urge cultivar la esperanza y la alegría de vivir junto a Él los muchos y variados sinsabores que el diario vivir nos acarrea. Hoy es el momento para tomar posición y advertir que somos también nosotros testigos de ese Jesús que viene y nos apremia con su mensaje de esperanza y de vida.