Homilía del señor Arzobispo para la Solemnidad de Cuerpo y la Sangre de Cristo

“El cuerpo en el que se sostiene la Iglesia” (Mc 11, 27-33)

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Celebramos hoy la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor. Pudiera parecer una reiteración, ya que el Jueves Santo se celebró la institución del Sacramento Eucarístico. Es una reafirmación vital de nuestra fe en la presencia real de Jesús en la Eucaristía. Hay un dicho que dice: “el pez grande se come al pequeño”. Y normalmente suele cumplirse, aunque no siempre. Hay veces que el chiquito crece y se come al otro, y en ese caso es él que pasa a ser grande.

En el fondo, la lógica es la misma, solo cambian los papeles. Siguiendo esta imagen, permítanme una pregunta un poco extraña ¿es posible que la creatura coma a su creador? Pues, algo así, no lo olvidemos, es lo que ocurre cada vez que nosotros comulgamos. Dios se deja comer para que nosotros tengamos su vida. Quiere que su redención esté tan dentro de nosotros, que decidió, quedar presente en el pan consagrado, maravillosa invención de su amor. Nadie de nosotros hubiera pensado en algo así. Volviendo a la imagen anterior, en este caso es “el grande” (la divinidad) el que manda al pequeño (sus discípulos), hacer eso como su memoria.

Jesucristo quería no solo quedar, sino que quería quedar dentro de nosotros y mostrarse en nuestras obras. Recordemos los dos mandatos: “hagan esto como mi memoria”, y “cada vez que lo hagan con uno de estos más pequeños, conmigo lo hicieron”. Su “Si el recuerdo de la liberación de Egipto era motivo de agradecimiento, cuánto más lo es la Resurrección de Cristo, por la que el ser humano ha sido definitivamente redimido” Mc 11, 27-33 cuerpo eucarístico y el cuerpo sufriente de los pobres están muy unidos en el sentir de Jesús. Desde el inicio, la fracción del pan, fue el acto litúrgico en torno al cual se congregó la comunidad cristiana “el primer día de la semana”, expresión de que en la Resurrección de Cristo se inician la tierra y los cielos nuevos.

En parte, Jesús hace lo mismo que -provisionalmente- hacían cada año los judíos, pero a la vez hace algo totalmente nuevo y definitivo. La tradición judía -que conocían los apóstoles- sirve de marco de comprensión para algo totalmente nuevo y definitivo: la Pascua de Cristo. Si el recuerdo de la liberación de Egipto era motivo de agradecimiento, cuánto más lo es la Resurrección de Cristo, por la que el ser humano ha sido definitivamente redimido. Y fijémonos en otro detalle. Así como el misterio queda velado en el pan y el vino, signos eucarísticos, podríamos decir, que la celebración de la santa misa, es algo aparentemente cotidiano, de manera que unas palabras y unos signos discretos, adquieren una fuerza vivificadora, porque son las palabras y signos que Jesús encomendó a la Iglesia.

En este sentido, aunque la asistencia a la misa, es en sí misma un importante gesto de comunión, dicha presencia conviene que sea atenta y alegre, conscientes que lo que está ocurriendo no es un acto privado sino eclesial. Es el mismo Cristo el que convoca, el que se ofrece y el que celebra. Cuánto más podamos identificarnos con Cristo, cumpliendo su mandato –“esto es mi cuerpo”-, más cerca estaremos de su vivir eterno. Celebrar, adorar, compartir el Cuerpo de Cristo no es un añadido a nuestra vida cristiana, sino su sustento y expresión sacramental.

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