Jesús, nuestra Paz, destruye el muro de enemistad que nos separa. Así nos lo expresa hoy la carta a los Efesios (Ef 2,14). En Cristo, la justicia y la paz se encuentran, para darnos a todos la salvación, como anuncia el profeta Jeremías (Jr 23, 6). No estamos perdidos, como ovejas sin Pastor, porque su Palabra (Mc 6,34) nos introduce en la comprensión de los misterios del Reino, misterios de amor y verdad.
La carta a los Efesios se enmarca en un ambiente cristiano fraccionado, por los de origen judío y los provenientes del paganismo. Pero Cristo, en su muerte, ha destruido el muro del legalismo y tantos otros que aún hoy siguen separándonos. Pareciera que nos gusta seguir creando muros, es decir, creando división.
La novedad profunda de la encarnación-muerte-glorificación de Cristo es que los muros no son necesarios, más aún, nos aíslan y perjudican a todos. La enseñanza de Jesús, que siente compasión de la gente, nos explica que siendo distintos formamos todos un mismo rebaño, es decir, la humanidad redimida por Cristo. En lenguaje de San Pablo, la reconciliación crea un solo cuerpo por medio de la cruz de Cristo, cuyo perdón ha destruido de raíz la enemistad que nos separaba. El odio y la ambición han sido superados por Aquél que dio su vida por nosotros. Lo importante no es ser de un grupo u otro, sino estar cerca de Cristo, “nuestra paz”.
En este sentido, al hablar de “un solo cuerpo”, no decimos que perdemos nuestra identidad personal, sino que juntos formamos una unión fraterna guiados por Cristo, cuyo Cuerpo santo comulgamos. De esta manera, los que hoy participamos en la Eucaristía dominical, comprendemos que los muros de separación no son voluntad del Buen Pastor -que da su vida por sus ovejas-, sino del ladrón que quiere dividir el rebaño con mentiras para explotarlo. No obstante, como decimos, siguen construyéndose muros que nos alejan a unos de otros. El maligno nos engaña, y nos hace ver a los hermanos, como enemigos.
Nuestras palabras ofensivas y descalificaciones siguen creando muros. Qué triste esto especialmente en quienes confesamos un mismo Señor, una misma fe. ¿Acaso el Padre bueno del cielo quiere beneficiar a unos perjudicando a otros? De ninguna manera. El Espíritu Santo hace que los que son diferentes puedan comprenderse, si están dispuestos a escucharse con respeto. En este sentido, el Evangelio de hoy dice, que, “al regresar de la misión, los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y le contaban todo lo que habían hecho y enseñado”.
Muy interesante ese “contar” sus experiencias a Jesús, y Él, el maestro, escuchaba a sus discípulos, y estos se escuchaban entre sí. ¿No es este el camino de la justicia y la paz? ¿Puede haber auténtica fraternidad que no pase por hablar con respeto y escuchar con atención? Como los apóstoles, necesitamos un descanso junto a Jesús, en el que podamos alejar- nos momentáneamente del ruido, para escuchar la voz compasiva de Dios, y sentir que, con Jesús, no necesitamos hacer muros sino derribarlos, porque los demás no son nuestros enemigos, sino nuestros hermanos.