Homilía del Señor Arzobispo para el XV domingo del Tiempo Ordinario

Maestro, ¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? (Luc 10, 25-37)

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Esta es la pregunta que el escriba hace a Jesús. Es decir, ¿Cómo conseguir la vida eterna o la vida plena? Como buen escriba, este hombre vivía metido en una aparatosa institución religiosa pero no había logrado una vida en plenitud: ni la erudición religiosa ni el cumplimiento exacto de la Ley le habían hecho percibir una vida plena de sentido. Jesús le invita a que se dé él mismo la respuesta y le pregunta: “¿Qué está escrito en la ley?” Y el maestro de la Ley responde: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”. Y Jesús le dijo: “Bien dicho. Haz esto y tendrás vida”.

¿Qué quiere decir? que no basta con conocer la voluntad de Dios de manera teórica, hace falta ponerla en práctica, llevarla a la vida. Pero el maestro de la Ley plantea a Jesús una nueva pregunta: “¿Y quién es mi prójimo?” Jesús no le responde con un discurso ni con explicaciones abstractas, sino con la parábola del buen samaritano: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon dejándolo medio muerto”.

En la parábola del buen samaritano podemos decir que no hay un solo hombre medio muerto. Tampoco hay una sola banda de bandidos ni un solo sacerdote, ni un solo levita, ni afortunadamente un único samaritano. La parábola interpreta la realidad de millones de bandidos y ladrones, de sacerdotes y levitas y también de samaritanos. En definitiva, la parábola describe nuestra vida humana, la realidad de nuestro mundo actual. “Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y al verlo, dio un rodeo y pasó de largo y lo mismo hizo un levita…” Ciertamente que han visto lo que pasaba.

Pero tenían sólidas razones para no detenerse. En primer lugar, una preocupación de tipo ritual. En aquella cultura, el contacto con un cadáver (o alguien que pudiera estar a punto de serlo), mancha, hace impuro y, por tanto, incapacita para el servicio del templo. Cosas importantes de las que preocuparse. También nosotros tenemos siempre a disposición, buenas razones para sustraernos al compromiso del amor verdadero, el que se traduce en actos. “Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándole aceite y vino y montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó”.

Si, Jesús con uno de sus desconcertantes golpes de efecto, presenta un tipo poco recomendable, un hereje, un samaritano, alguien a quien todos rechazaban. El samaritano vio al herido y sintió compasión, que literalmente significa: se le conmueven las entrañas. Al verlo le dio lástima, hay que subrayar que todo empieza por la mirada. Lo primero que aparece es la mirada, dice que “lo vio”. El hecho de ver le hace sentir compasión. Para ello necesitamos contemplar con el corazón abierto toda desgracia humana.

“Se le acercó” pero para acercarse tuvo que bajar de su cabalgadura. El amor es siempre humildad. El amor se abaja, como Jesús en el lavatorio de los pies ante sus discípulos. El amor anula las distancias. El amor se despoja de sí mismo. Nadie puede amar si no se despoja del personaje, de la indiferencia y de las actitudes de superioridad. “Le vendó las heridas echándole aceite y vino”. El aceite y el vino se empleaban para curar las heridas, eran remedios medicinales y aquí expresan el amor traducido en actos.

Y, Al final de la parábola, Jesús da la vuelta a la pregunta: “¿Quién de estos tres se hizo prójimo del herido? El que tuvo compasión de él”. Jesús remacha el clavo: “Pues anda, haz tú lo mismo”. El escriba que había preguntado a Jesús, tan solo quería saber. Al final se encuentra con algo que hay que hacer. Quien se compromete con su prójimo tiene la vida eterna asegurada. Con esta parábola, Jesús nos pone de relieve de quién necesitamos hacernos prójimos. Es decir, a quién tenemos que acercarnos y ayudar.

La respuesta es clara: Al caído, al herido por la vida, al hambriento, a aquel que es víctima de la injusticia, que ha sido despojado de sus derechos de persona, y vive sin horizonte de vida… Necesitamos preguntarnos hoy: ¿Nos sentimos comprometidos, de alguna manera, a acercarnos a aquellos heridos que encontramos en nuestro camino? Ciertamente, Jesús es el verdadero Buen Samaritano. Jesús es quien ve al ser humano perdido y desorientado. La mirada de Jesús está presente en todo el Evangelio. La mirada de Jesús no brota sólo de sus ojos sino de las entrañas de su amor misericordioso.

Él, Jesús, es la mirada misericordiosa y compasiva de Dios vuelta hacia nosotros. Sí, Jesús es la mirada de amor y de compasión de Dios sobre cada uno de nosotros y sobre toda criatura humana. Que este domingo, vueltos a Él, presente entre nosotros, podamos decirle: “Tú, Señor, has venido hasta nosotros y te has hecho prójimo de cada uno de nosotros, danos una mirada nueva sobre cada ser humano”.

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