Homilía del Señor Arzobispo para el VII domingo del Tiempo Ordinario

“Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian” (Lc 6, 27-38)

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Estas palabras de Jesús son una gran novedad para nosotros. Son una novedad radical, pero no absurda, pues se fundamenta en el anhelo más profundo del ser humano: la necesidad de amar y de ser amado. Esta es la visión de Jesús sobre la vida humana: El ser humano es más humano cuando el amor está en la base de toda su actuación. Y ni siquiera la relación con los enemigos, es una excepción.

¿Es posible amar a los enemigos? Humanamente imposible. Por eso en el código penal no existe la palabra perdón. Solo una progresiva identificación con Jesús puede conducirnos a ese amor a los enemigos. Todos llevamos dentro un germen de orgullo, que en determinadas circunstancias, se convierte también en odio. El odio a los enemigos es un mal que nos envenena, un impulso negativo que no nos deja en paz.

Nunca produce satisfacción sino angustia, tiene un carácter destructivo. A veces, se enraíza en heridas de nuestra sensibilidad o en frustraciones de nuestras necesidades de reconocimiento, de amor, de ser importantes… Jesús viene a liberarnos de todo lo que nos impide vivir lo mejor de nosotros mismos. Hoy vivimos una escalada de odio y de violencia en nuestras sociedades. ¿Qué futuro tiene una sociedad, un pueblo, una pareja, una persona que se deja llevar todavía por la violencia o que cultiva el odio o el resentimiento? Hemos olvidado la importancia que puede tener el perdón para la humanización de las personas y el avance de las sociedades y de los pueblos.

El perdón reconstruye y humaniza todo, ennoblece a quien perdona y a quien es perdonado. Los cristianos necesitamos redescubrir la fuerza humanizadora, social y política del perdón. Sin una experiencia de perdón las personas, los grupos, las sociedades, quedan sin futuro. Hoy podríamos pregúntanos: ¿Me siento vengativo o más bien compasivo? Necesitamos aceptar hoy de nuevo las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, oren por los que los injurian”. Hoy nos damos cuenta que el amor al enemigo no es un dato marginal, sino el sentido y el centro del amor cristiano, que se fundamenta en el amor con que Dios nos ama: “sean misericordiosos como su Padre es misericordioso”.

A continuación, siguen otras cuatro frases también imperativas; estas frases se sitúan en las circunstancias concretas de la vida: “Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica; a quien te pida, dale; al que se lleve de lo tuyo, no se lo reclames”. Son frases gráficas, incisivas. Podemos imaginar el impacto que estas frases producirían en aquellos que escuchaban. En aquella época para los judíos, el mayor agravio era recibir una bofetada, “El poner la otra mejilla”, no quiere decir que Jesús esté aconsejando resignarse con su suerte, no está predicando la resignación ante la injusticia y nuestra dignidad, está invitando a no usar la violencia.

Lo que Jesús nos propone a cada uno en nuestras relaciones personales, es que seamos capaces de renunciar siempre al uso de la violencia y en ocasiones incluso, a los propios derechos para mostrar la calidad del amor de los “hijos del Altísimo”. “Tratar a los demás como quieren que ellos los traten”. Esta regla de oro es la manera práctica de vivir el mensaje de Jesús. Como norma de vida es clara, sencilla y eficaz. ¿Cómo me gusta que me traten? ¿Qué me ayuda? ¿Qué me alegra? Este Evangelio tiene una aplicación todos los días, a todas las horas y en todos los niveles (familiar, social, profesional).

Es fácil ser buenos y educados cuando nos sonríen, nos aplauden, nos reconocen y agradecen. Pero no es tan fácil seguir siéndolo ante cualquier contratiempo de desagradecimiento o desaprobación. Las últimas palabras del Evangelio de hoy, “No juzguen y nos los juzgarán” necesitamos entenderlas también, a la luz de todo el Evangelio. Nos remiten a la tendencia que tenemos a criticar a los demás, a encontrar defectos en las personas, a mirar lo negativo, incluso, a condenarlo. Jesús nos invita a no condenar.

Jesús no condena a nadie. Nadie nos ha nombrado juez de nadie. Jesús no dice que aprobemos todo sin discernimiento, sino que, no juzguemos ni condenemos a nadie; todos tienen remedio, no hay nadie sin solución. Lo que Jesús propone es un camino nuevo de amor y de esperanza. Al terminar de contemplar el Evangelio de hoy, quisiéramos tener en cuenta que fue Jesús el que vivió este mensaje de amor plenamente hasta la cruz y en Él, esa manera de vivir, es fruto de su experiencia del amor del Padre.

Este mensaje solo es posible vivirlo si hemos descubierto la belleza de Cristo, su manera única de amar, de perdonar, de encontrarse con los demás, de curar la vida y de alegrarla. Que nuestras vidas sean un canto a esta belleza que se nos revela en el Evangelio de Jesús. Nuestra oración hoy puede ser: Reconocemos, Señor, que nos resulta difícil realizar lo que nos pides, danos la fuerza de tu amor para vivir lo que nos pides: Amar como tú nos amas.

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