Homilía del Señor Arzobispo para el III domingo de Cuaresma

“Si no se convierten, todos perecerán lo mismo” (Lc 13, 1-9)

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Esta es la respuesta de Jesús a las noticias que acaban de darle. Jesús, como hemos escuchado, evoca dos episodios de crónica: Una represión brutal de la policía romana dentro del templo y la tragedia de los dieciocho muertos por el derrumbe de la torre de Siloé. La gente interpreta estos hechos como un castigo divino por los pecados de esas víctimas y, considerándose justa, se cree a salvo de estos accidentes. Pero Jesús denuncia esta actitud como una ilusión: “¿Piensan que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos porque han padecido todo esto? Les digo que no; y, si no se convierten, todos perecerán lo mismo.

Entre los judíos era muy corriente esa creencia de que las desgracias personales eran castigos de Dios por los pecados cometidos. Esta era la creencia tradicional varios siglos antes de Cristo. Era una teoría muy favorable para las clases pudientes que presentaban su bienestar como bendición de Dios. Jesús aprovecha dos desgraciados sucesos para que sus contemporáneos comprendan que tales desgracias son ajenas a la voluntad de Dios. Estas personas no fueron más culpables que cualquier otra. Dios no es un justiciero y vengador. Ninguna desgracia que nos pueda alcanzar, debemos atribuirla a un castigo de Dios.

El mal no es enviado por Dios, Dios no quiere el mal de nadie, ni “lo permite”, como a veces decimos, Dios es solo Amor. El mal es fruto de nuestra libertad y de la finitud humana. “Si no se convierten, todos perecerán igualmente”. Estas palabras de Jesús son una invitación urgente a la conversión. Ciertamente, si no nos “convertimos”, es decir, si no hay un cambio en profundidad de nuestras personas y de nuestra sociedad, “todos pereceremos”.

Hoy se aprecian síntomas de preocupación en nuestro mundo: La guerra de Ucrania, la contaminación del planeta, el calentamiento de la tierra, la injusticia social que excluye a la mayoría y la ambición de riqueza que genera tanta injusticia que sufren los más pobres. Ha crecido también la violencia, se manifiesta en la crueldad de las guerras actuales. Jesús nos sitúa de esa forma ante el riesgo de nuestra propia destrucción, en un mundo frágil que nosotros mismos podemos destruir, a través de nuestra violencia cósmica o social. Es verdad: si no nos convertimos de verdad, todos pereceremos igualmente.

Estamos viviendo un tiempo que urge la conversión, el cambio de vida y de mentalidad; y si no cambiamos…todos estamos perdidos. Las estructuras injustas provocadas por el egoísmo y la ambición acabarán con la vida verdadera a la que está llamado todo ser humano. Todos necesitamos de una verdadera conversión, así podremos poner los pilares de una sociedad nueva. Es urgente que podamos acoger hoy la llamada a la conversión que Jesús nos hace en este tiempo de Cuaresma. Para ilustrar esta urgencia a la conversión, Jesús cuenta la parábola de la higuera que no da frutos: “Un hombre había plantado una higuera en su viña, pero, cuando fue a buscar fruto en la higuera, no lo encontró”.

Los que escuchaban a Jesús, entendieron bien el mensaje de la parábola: “¿Para qué va a ocupar terreno en balde?”. ¿Para qué una higuera sin higos? ¿Para qué una vida estéril y sin sentido? Esta parábola sigue teniendo plena actualidad para nosotros. Corremos el riesgo de vivir instalados en la cultura de la superficialidad en la que reducimos la vida a ganar dinero, a vivir bien, a divertirnos, pero al final nos encontramos con una vida terriblemente vacía. Es necesario que esta parábola nos la apliquemos a nosotros personalmente y como Iglesia. Todos podemos ser esa higuera baldía, llena de hojas, aparentemente verde y, sin embargo, completamente inútil. El amo de la viña piensa “cortar” la higuera…Pero todavía existe un resquicio de esperanza. Hay Alguien,” el viñador” que es el mismo Jesús y que pide al amo una nueva oportunidad. Quizás la higuera, con un cuidado especial, dé frutos… Jesús suplica por su pueblo y por cada comunidad cristiana, por cada uno de nosotros y se compromete con nosotros: “Señor, déjala todavía este año, yo la cavaré y le echaré estiércol”. Siempre espera contra toda esperanza.

“A ver si da fruto”… Y a pesar de la invitación urgente a convertirnos y a dar frutos, vivimos todavía el tiempo de la paciencia y misericordia de Dios. Dios sigue esperando. Un año y otro y otro… el amor espera siempre, sin límites. Jesús, continúa llamando a nuestra puerta incansablemente. El Dios de Jesús en esta parábola es el Dios de la misericordia y la paciencia, el Dios de la confianza y la espera. Un año más y otro…En nuestro caso ¿Tendrá que seguir esperando un año más? Él no se cansa nunca de esperarnos… El amor no puede ser vencido por nuestra obstinación, por nuestro rechazo, ni por nuestras resistencias. El tiempo y el amor hacen posible que se realice el “designio de Dios”, que es amor.

Nuestra vida, como la de la higuera, está sostenida por un gran amor y la confianza que Él tiene en cada uno de nosotros. Hoy podemos preguntarnos cada uno: ¿Dejamos que el viñador nos cultive? ¿Cómo podremos dar más frutos de vida? Dios continúa creyendo en el ser humano, esperando algo nuevo de cada uno de nosotros. Todos tenemos “nuestro tiempo”. No sabemos cuándo acabará… en consecuencia, siempre es tiempo de “dar frutos de vida” mientras tengamos tiempo. Hoy podemos decirle: Señor, que podamos dar frutos de amor y de vida. Solo en ti, Señor, encontramos un sentido y una alegría que permanece siempre.

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