Homilía del señor arzobispo para el II domingo de Pascua

“Compartían con sencillez y alegría” (Jn 20, 19-31)

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Los primeros cristianos “compartían juntos el alimento con sencillez y alegría”, es decir, de manera connatural, sintiéndose afortunados de ello. Porque “partir con” otros lo que tenemos y lo que somos, es recibir de los otros “el significado” de la existencia, algo que no podemos encontrar solos. Será bueno recordarle al hombre y la mujer del s. XXI, personas del progreso y la técnica que “el significado”, es decir, el para qué de todo, no es algo que podemos generar nosotros, sino que lo recibimos de Dios.

Esta verdad se cumple y aumenta con la noticia de la Resurrección de Jesús, la cual solo podrá ser recibida adecuadamente en comunidad, es decir en Iglesia que camina unida. Estamos “a los ocho días” de la Pascua, y también nosotros experimentamos que, como Tomás, “en la ausencia comunitaria” no somos capaces de creer, aunque “queremos creer”. La comunidad eclesial posee un dinamismo pascual, por el que se convierte en portadora de “una herencia incorruptible”, en la cual renace una “esperanza viva” y de vida mediante la resurrección de Jesucristo triunfador de la muerte.

San Juan Pablo II instituyó este día de la octava pascual como “Domingo de la Misericordia”, en el cual nuestra mirada al Resucitado nos permite ver el costado aún abierto del cual manaron sangre y agua. Las cuáles, convertidas en sacramento de la redención eterna siguen brotando del cuerpo de Cristo que es la Iglesia, por la efusión del Espíritu Santo y el mandato de Cristo: “A quienes perdonen los pecados les quedarán perdonados; a quienes se no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.

En otras palabras, la Misericordia que brota del crucificado, se da y se recibe plenamente en su Iglesia, que comparte con alegría la fe, los bienes y la oración. “Compartir juntos” para los cristianos no es una simple consecuencia práctica, sino su fuente de vida y gozo fraterno. Y la misericordia fundamental es la que los otros apóstoles ejercen con Tomás: “hemos visto al Señor” y con ello toda nuestra vida se llenó de un significado nuevo.

Dar testimonio de nuestra fe es el primer y mayor bien que podemos ofrecer a tantas personas. Porque Jesucristo es el bien sobre el que se sustenta todo bien. Conviene decir que en los últimos años la Misericordia Divina, verdad fundamental de nuestra fe y vida, don tan apreciado por los santos, es hoy “motivo de sospecha” por parte de ciertas corrientes. Dicen que hablar mucho de misericordia es un permisivismo cobarde, que daría permiso para pecar. Algo totalmente malinterpretado y manipulado.

En verdad la cobardía es la de quienes se esconden en el anonimato y mantienen sus “puertas cerradas por miedo” a que el Espíritu Santo siga impulsando a su Iglesia a vivir la alegría de la Resurrección. Cada página de los Evangelios estAá llena de gestos que expresan la Misericordia de Jesucristo, que “sopla su Espíritu” y da “la paz” (shalom) a los suyos, “para que creyendo tengan vida”, juntos sigan sus pasos y compartan con sencillez y alegría con toda la familia humana “la salvación recibida, meta de la fe”.

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