Homilía del Señor Arzobispo para el II domingo de Pascua

“Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana” (Jn 20, 19-31)

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El Evangelio de hoy nos recuerda lo sucedido “al anochecer de aquel primer día” ¿Qué puede significar que era al anochecer? Probablemente significa que la oscuridad y el miedo envolvían a aquellos que habían creído y habían seguido a Jesús. “Estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas por miedo”. Lo primero que se pone de relieve es la situación de la comunidad después de la muerte de Jesús con las “puertas atrancadas” (como sugiere el verbo griego).

Esta expresión manifiesta el miedo y la inseguridad en que vivían los discípulos, que no tenían todavía la experiencia interior de Jesús Resucitado. El miedo nos cierra a la vida, a Jesús Resucitado, que es la vida ofrecida siempre. El miedo es el mayor enemigo de la vida… El miedo nos paraliza y nos cierra a una verdadera transformación, generando en nosotros sistemas defensivos que nos impiden relacionarnos bien con nosotros mismos y con los otros. Se encuentran encerrados y el miedo, tal vez, les obligó a reunirse y a compartir su incertidumbre…

¿Acaso, cuando tenemos miedo no nos ocultamos también nosotros detrás de las puertas cerradas de nuestro corazón? ¿No nos encerramos en muros de defensa y de distancia respecto a los otros? “Y en esto entró Jesús y se puso en medio”… Entró Jesús y la noche se convirtió en día, entró Jesús y les liberó del miedo y de la angustia. Ante su presencia, los desencantados recuperan la esperanza… También dice que Jesús “se puso en medio”, es decir, en el centro de la comunidad. Toda comunidad se hace en referencia a Jesús. Jesús, Resucitado, es el centro de toda comunidad y el centro de nuestra vida. Podemos preguntarnos: ¿Jesús ocupa el centro de mi vida? ¿Es una referencia interior para mí? “Jesús les dijo: Paz a ustedes”.

Es como si les dijera: dejen ya sus miedos, sus frustraciones, dejen de dar vueltas a sus debilidades, dejen el negativismo, los sentimientos de culpa, dejen ya sus tristezas… “Paz a sus”… Jesús no les critica ni les juzga por sus miedos y sus momentos de infidelidad, no les hace ningún reproche ni les hace sentirse culpables solo les dice “Paz a ustedes”: Solo la certeza de su presencia viva puede llevarnos a la paz. ¡Cuánta necesidad de auténtica paz tiene el mundo actual! En un mundo atormentado por la guerra y la violencia, Jesús nos ofrece la paz. “Y les enseñó las manos y el costado”.

Las manos de Jesús son las manos que nos dan seguridad. Las manos representan su actividad liberadora. También les enseñó el costado abierto, símbolo del amor sin límites. “Ellos se llenaron de alegría al ver al Señor”. El encuentro con el Resucitado es una experiencia de alegría ¿Qué nos queda de esa alegría? ¿Quién, sino Él, puede llenar nuestro corazón de esperanza y alegría? Y ahora viene el gesto impresionante: “Exhaló su aliento sobre ellos… Reciban el Espíritu Santo”. Jesús sopla su aliento, es el soplo de la vida, de la nueva creación. Es la fuerza de la vida, es el signo de la fuerza de la vida, el signo de la nueva creación y el envío a anunciar esta vida, el perdón y la paz para el mundo.

Por último, está el problema de Tomás. Era un caso difícil… Dice el texto que “no estaba con ellos cuando llegó Jesús”. Tomás estaba más frustrado que ninguno y se había apartado de la comunidad. Había puesto en marcha un mecanismo de huida, ante la frustración. Siempre funcionamos así, ante la frustración, la huida. Tomás se había encerrado, además, en un funcionamiento racionalista: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no lo creo”.

Pero, la belleza, el amor y el misterio de la vida no se puede percibir solo con la cabeza, sino desde el interior, desde ese fondo que hay en todo ser humano. Podríamos decir que Tomás es el precursor del racionalismo, que ha creado el mito de la ciencia como última verdad. Necesitamos abrirnos a otra dimensión más profunda de nuestra vida que está más allá de lo racional. Todos llevamos en lo más profundo de nuestro ser una sed de Infinito. Por eso necesitamos abrirnos al Misterio que llevamos en el corazón que sobrepasa lo racional.

Y por eso, Jesús usa con Tomás una terapia de choque diciéndole: “Aquí tienes mis manos… y trae tu mano y métela en mi costado”. Resulta conmovedor ver como Jesús acepta a Tomás tal como es y le permite introducir la mano en su costado, en sus manos y en sus pies. Y allí supera Tomás todas sus dudas, todas sus actitudes racionalistas. Por eso, cae de rodillas balbuciendo: “Señor mío y Dios mío”.

Tomás da el paso definitivo a la confianza, se abandona, se rinde. Tomás, abierto de par en par a aquel que es la vida, adora a Jesús y le dice: “Señor mío y Dios mío”. La experiencia interior de la presencia del Resucitado puede hacer superar su falta de fe. Postrado solo ante Él, Tomás se convierte en el gran creyente pronunciando la mejor expresión de fe que aparece en el Evangelio: “Señor mío y Dios mío” y comprende que la experiencia del Resucitado se percibe en la comunidad, en la Iglesia. Arrodillándonos interiormente decirle a Jesús Resucitado: “Señor mío y Dios mío”. Tú, Señor Resucitado, eres más fuerte que nuestras resistencias. Te haces presente en medio de nosotros: nos ofreces tu paz y tu alegría. Tú has resucitado y permaneces para siempre con nosotros.

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