Homilía del señor Arzobispo para el domingo de la Transfiguración del Señor

Envueltos en una nube de luz (Mt 17, 1-9)

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Al venir a misa el domingo, subimos como a un monte santo, en el que “escuchamos la voz venida del cielo”, que se convierte en una lámpara que hace despuntar la claridad del día en nuestros corazones. Así nos decía la segunda carta de San Pedro. Así como la percepción de una habitación cambia conforme a la iluminación que tenga, así también la percepción de nuestra vida varía conforme a la luz u oscuridad que la envuelvan.

En otras palabras, estamos aquí participando atentamente de la Eucaristía dominical, y al salir, -es decir, al bajar del monte santo-, pocas cosas habrán cambiado fuera, pero sí muchas habrán cambiado en nosotros. De manera que existe una transformación real y eficaz al participar en la misa. Porque la transformación del mundo no es algo que se da sin más, sino por nuestra propia conversión personal y comunitaria. Si bien, eucaristía no significa desentenderse de la realidad, sí significa iluminar ésta con una luz que vence toda oscuridad.

Pedro, Juan y Santiago vivieron una experiencia singular, que no solo les sostuvo a ellos, sino a toda la comunidad apostólica, para poder asumir y entender la pasión, muerte y resurrección del Maestro. Hay momentos en la vida que tienen una intensidad tan grande que no pueden ser abarcados y comprendidos en el momento, pero que llevados a la oración, que dan en nosotros como experiencias fundamentales, que nos sostienen y guían por mucho tiempo. Así como los apóstoles fueron “tocados” por Jesús, que les pide que se “levanten y no tengan miedo”, así nosotros debemos levantar nuestros ojos sin temor, para ver a Jesús presente en la Sagrada Comunión. Venimos a la Misa, porque “queremos ver a Jesús”, el único que tiene palabras de vida eterna.

Cuando los tres apóstoles levantan los ojos y solo ven a Jesús, es porque al ver a Jesús estamos viendo todo, en Él está la profecía, la ley y la revelación entera. En Cristo se cumplen todas las promesas de Dios. En otras palabras, ver a Jesús y escuchar a Jesús, -que es lo mismo-, es ver todo lo que necesitamos ver. Adorar a Cristo Eucaristía nos permite vernos a nosotros mismos con una nueva luz. Con Cristo -luz del mundo todo lo vemos nuevo, sin Él estamos como ciegos, porque en ausencia de luz no podemos ver siquiera lo más cercano. Y al “ver” podemos “ayudar a ver”, no “historias inventadas”, sino ayudar a ver “la grandiosidad, el honor y la gloria de nuestro Señor Jesucristo”. De esto somos nosotros “testigos”, porque la Santa Misa no es un espectáculo que observamos, sino una celebración en la que participamos y en ella una nube de luz nos envuelve, con una claridad interior que se manifiesta en nuestro rostro. El rostro de los sencillos, que resplandece de claridad y paz como el de Jesús.

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