Homilía del señor Arzobispo de Tegucigalpa para el XXI domingo del tiempo Ordinario

“Yo y mi familia serviremos al Señor” (Jn 6, 55)

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Yo y mi familia serviremos al Señor, afirma con valentía Josué. Igualmente, Pedro, aunque otros se marchan, reafirma: “¿con quién iremos Señor? Solo tú tienes palabras de vida eterna”. Estamos en el último domingo del mes de la familia. El coraje de una familia, la de Josué que anima también a muchas otras a renovar su fidelidad al Dios auténtico. ¿No es también hoy necesario el arrojo de las familias católicas que sostengan la fe de otras? Las familias evangelizan a las familias, y no solo con sus mensajes, sino especialmente con su testimonio de amor, fidelidad, respeto, unidad y esperanza. Pedro, al responder por sus hermanos, continúa un tema que ya Jesús había iniciado, el del pan de vida.

Ante el escándalo de los judíos al escuchar que “mi carne es verdadera comida” muchos se marcharon. No queremos que nadie se vaya, pero tampoco pretendemos que nadie quede equivocado o conformista. Tener vida en Cristo significa renunciar a uno mismo y seguirle, formando con Él un nuevo cuerpo, el de la Iglesia y compartiendo juntos una gran alegría, la de su presencia resucitada.

Del tema de la carne, pasamos al de la palabra. Y el calificativo que reciben sus palabras, así mismo, es que contienen vida eterna. Ni la carne de Cristo ni su Palabra son un elemento mágico o automático. Su carne se comulga en la fe, su palabra se escucha en la fe. En ambas está Jesucristo eficazmente presente y transformador. Valga esta equiparación que el Evangelio de Juan nos da, para recordar la importancia de la Palabra y a la vez de la sagrada comunión. No son excluyentes ni complementarias, son dos formas plenas de presencia santa, inseparables entre sí.

El cuerpo hace cercano y sensible a la palabra, y ésta, explica y anuncia al sacramento. Decir que me basta con escuchar una charla, sin participar en la asamblea eucarística, sería un aislamiento estéril, fuera del estilo trinitario de la redención. Poner el énfasis solo en comulgar, aún fuera de la misa, sin poner atención a su Palabra, que me habla e ilumina, sería creer en la comunión como una fórmula médica que me ayuda, la uso cuando quiero, pero no me implica en nada. La Palabra y el Cuerpo de Cristo, son igualmente dones sagrados irrenunciables, llenos de espíritu y vida. Así mismo iniciamos, en la Iglesia en Honduras, la semana de los migrantes. El hecho creciente de personas que por diferentes motivos dejan su lugar para migrar a otros, tiene, entre otras, profundas consecuencias en nuestras iglesias.

Mientras unas se vacían porque los feligreses ya no están, otras ven llegar nuevos hermanos, y algunas, como la nuestra, además, los vemos pasar con su mochila. Todo ello son desafíos que no solo interpelan a los propios migrantes, sino a sus familias y a sus comunidades de fe. No lo olvidemos, ellos, nuestros hermanos migrantes tienen familias que a veces -aún con dificultad- viajan juntos, otras veces la familia queda atrás, pero siempre ésta es el vínculo mayor y más fiel que tienen. Que nuestros hermanos migrantes, encuentren en su destino y en su camino un ambiente familiar, con el que puedan repetir: “yo y mi familia, allí donde estemos, serviremos al Señor”.

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