Homilía del señor Arzobispo de Tegucigalpa para el XIX domingo del Tiempo Ordinario

“En éxodo, no en fuga” (Jn 6, 41-51)

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La murmuración y la desconfianza contra Dios es uno de los elementos comunes en las tres lecturas de hoy. Frente a lo cual, la palabra iluminadora que corrige e instruye. A los efesios es el texto de Pablo que los exhorta. A Elías es el ángel de Dios el que lo levanta, le da de comer y lo pone en camino. A nosotros, por su Evangelio, es el mismo Hijo de Dios el que nos replica: “no sigáis murmurando”.

No lo neguemos, la queja en voz baja es costumbre extendida entre nosotros. Frente a las dificultades y necesidades con frecuencia caemos en el desánimo como Elías. Qué curioso cómo es el ser humano. Elías había sido valiente en denunciar la idolatría que Jezabel, esposa del rey Ajab, había introducido en Israel. Motivo por el cual Elías debe huir al desierto, para salvar su vida. Pero el cansancio y la misma incomprensión de tantos, le hace decir: “basta Señor, quítame la vida”.

Pero el Señor, enviándole su ángel le dice, por dos veces: levántate, come y ponte en camino. Buenos consejos frente al desánimo: levantarse de la propia frustración; alimentarse, descansar, convivir con seres queridos…; y ponerse en camino, es decir, confiar en Dios y seguir adelante haciendo aquello que sabemos Él nos pide. Muchas veces necesitamos actuar no por un estado de ánimo eufórico, sino sencillamente por decisiones coherentes, realistas y responsables. Elías, y en él nos vemos todos, retoma el camino hacia Horeb -lugar de la manifestación divina-. Elías volverá a encontrar dificultades, pero la caricia de la brisa suave del mar sostendrá su misión. Esa es la diferencia entre huir y peregrinar.

Los cristianos no escapamos de nosotros mismos ni de nadie. Alimentados con el pan de vida, caminamos hacia el Señor toda nuestra vida. No actuamos por miedo, sino por Fe. Con el sello del Espíritu Santo, nuestra vida no es una fuga, sino un éxodo. Ese éxodo, camino de liberación y comunión, se da por atracción, porque nadie va a Jesús si el Padre no lo instruye, y así mismo nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. El Evangelio de Jesucristo es la enseñanza interior del Padre y quien la acepta en la consciente obediencia de la fe entra en una comunión de amor, que no termina, sino que lleva a la vida eterna. Por eso, la afirmación de Jesús: “quién cree en mí tiene vida eterna”.

Jesús no solo no se amedrenta frente a los contrarios, sino que añade con claridad: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo”. “El pan que yo daré es mi carne” -anunciando la institución eucarística-. Promesa siempre cierta, por la que su Cuerpo sacramental es para nosotros el alimento de Vida. Ese pan del cielo es Él mismo, ayer, hoy y siempre. Por ello, comulgar con Cristo es: participar de su sacrificio histórico; su presencia confortadora; y su eterna realidad. Hemos venido a misa, no porque estamos en fuga, sino en éxodo: en camino sinodal de comunión y misión con el Padre, el Hijo y el Espíritu.

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