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Homilía del señor Arzobispo de Tegucigalpa para el VIII domingo del Tiempo Ordinario

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Homilía del señor Arzobispo de Tegucigalpa para el VIII domingo del Tiempo Ordinario

En las acciones que realizamos es donde más concretamente se expresa un corazón. Pero sería erróneo pensar solamente en la decisión final, porque como dice muy bien la primera lectura de Eclesiástico, el hombre es un ser procesual, y “se prueba en su razonar”. Vemos que intención interior y expresión externa están muy interrelacionadas. porque “de la abundancia del corazón habla la boca”. Los pensamientos, las palabras que los expresan y las acciones que los concretan se comunican entre sí en varias direcciones.

Me explico. Es evidente que un pensamiento de desprecio será exteriorizado en palabras despectivas y, cuando tenga que tomar una decisión, ésta será negativa. Pero podemos decir también al revés. De una acción, buena o mala, derivará también un lenguaje y un pensamiento. No solo lo que pensamos induce a nuestros actos, sino que lo que hacemos refuerza una forma de razonar. Es decir, actuar de una forma, induce a pensar de la misma manera.

Si nos esforzamos en practicar los mandamientos, nuestros sentimientos y nuestras palabras irán asemejándose también a la voluntad de Dios. Y al revés, si relajamos nuestra conducta, también nuestro corazón empezará a consentir presencias impropias. Cuidemos lo que vemos, lo que oímos, lo que practicamos… porque todo ello va configurándonos en un sentido o en otro. Lo que estamos diciendo de la persona concreta, podemos aplicarlo también al grupo, y nuestra misma comunidad eclesial.

Qué importante es que en la Iglesia local se cultive un pensamiento santo, es decir, una fe auténtica, en plena comunión con la Iglesia. Qué necesario es que esta razón cristiana sea expresada con claridad de manera que incida en el entorno, es decir, que evangelice los ambientes. Y, por tanto, qué importante es que la fe creída y proclamada sea puesta en obra. Dime que tienes fe, sin obras, y yo por mis obras, te demostraré mi fe (carta del apóstol Santiago). Y en tercer lugar, apliquemos esto a la sociedad en general.

La Iglesia tiene algo que ofrecer al mundo contemporáneo, como levadura en la masa. Los cristianos estamos llamados a ser una luz puesta en lo alto, que ilumine toda la sala. El mundo nos necesita como “minoría creativa”, que muestre la tierra nueva a la que todos estamos convocados. Con la pregunta “¿podrá un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en un hoyo?”, se nos interpela a los católicos a estar preparados para acompañar a otros.

Cuando la Iglesia expresa una opinión, no lo hace con carácter directivo, sino de iluminación que pueda ayudar a todos. Como advierte la pregunta de Jesús, poco aportaremos a la sociedad si también a nosotros nos mueve la ambición o la vanagloria. La advertencia es clara, a todos los niveles cuidémonos de cualquier forma de hipocresía, no queramos quitar una pequeña paja del ojo del otro, si en el propio nos ciega una viga. Pero esto no quiere decir que no podamos hacer corrección fraterna o denuncia social. No hace falta ser perfecto para decir algo, hace falta ser humilde: reconocernos necesitados de conversión, dispuestos a mejorar nuestros pensamientos, palabras y acciones.

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