
TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Voy a pescar” dice Pedro, y los otros discípulos le responden: “vamos contigo”. En los días posteriores a la resurrección los apóstoles aún están algo confundidos, pero lo importante es que se mantienen juntos, y que en ellos hay alguien designado para abrir camino, Pedro.
El primado de Pedro es una verdad revelada y forma parte de nuestra historia eclesial desde el inicio. Dudar y más aún, hacer dudar del que va delante, es una traición expresa de la fidelidad evangélica y de la Tradición que la sostiene. Pero, recordemos que en las semanas que estuvo hospitalizado, la corriente de oración y preocupación a nivel global expresó que los buenos católicos seguimos diciendo: “vamos contigo Francisco”, tú eres Pedro, a ti el Señor te ha encomendado pastorear su rebaño, guiar a su Iglesia.
En el relato hay varios detalles muy interesantes. Al principio los apóstoles no reconocen a Jesús. Será el “discípulo amado” el que le dice a Pedro. Éste, al reconocer al Señor, “se ciñó un vestido porque estaba desnudo y se lanzó al agua”. Frase que nos recuerda los ritos bautismales complementarios, con la imposición de la vestidura blanca, signo de que el bautizado ha sido revestido de Cristo, sacerdote, profeta y rey. Repasemos el proceso.
Primero, el que invita tiene ya lista las brasas y unos peces, pero además pide peces a los que llegan. Después Jesús toma en sus manos el pan. Las manos que santifican son las suyas. Manos santas son las de Cristo, las nuestras lo hacen presente a Él. Al final de la comida, inicia el diálogo. Y en él Jesús interroga tres veces a Pedro, como tres habían sido las negaciones, y tres son las veces en que le encomienda cuidar de su rebaño. Jesús restablece proporcionalmente la vocación y misión de Pedro y con él de toda la Iglesia. Por ello, al responder hoy “vamos contigo”, ¿qué decimos? vamos con el Papa, con el Obispo, con el Párroco… pero, en definitiva, “vamos con Cristo”, eso es lo importante. Todos juntos, todos con Cristo. El pasaje de los Hechos, de fuerte testimonio apostólico, repite por tres veces, “en el nombre de Jesús”.
El Santo Padre no dirige la Iglesia en nombre propio, sino “en nombre de Jesús”. Y en comunión con Pedro, también nosotros hablamos al mundo “en nombre de Jesús”, no en nombre propio. En el Apocalipsis una voz potente proclama la alta dignidad del “Cordero degollado”, el Mesías entregado por nuestra salvación. Ante él, solo cabe postrarse en “profunda adoración”. La actitud del creyente es de “profunda adoración”, es decir, de sincera oración. El Papa preside a la Iglesia en la caridad y la oración. La reiteración de Jesús, “apacienta a mi rebaño”, no es un honor, es una exigencia. Pedro será ceñido por otro, y dará la vida, como Cristo, por los suyos. Esa es la clave de comprensión de la autoridad en la Iglesia, el amor y el sacrificio por los otros. Y todo se puede resumir, en una palabra: sígueme. Un “sígueme” que Jesús nos renueva en cada Eucaristía.