El libro del Eclesiastés, o Qohelet (como recibe su nombre en hebreo), tiene una palabra clave que impacta mucho: vanidad. El autor, que vivió unos dos siglos antes de Cristo, parte de su propia experiencia y reflexión para afirmar que todo lo que no edifica al ser humano, es vanidad. La palabra vanidad significa vacío, realidad inconsistente y transitoria. Aunque el ser humano no es estéril, porque es imagen de Dios, sus afanes sí pueden serlo. Cuántos esfuerzos y preocupaciones en cosas pasajeras, cosas que preocupan mucho a los hombres sin Dios, pero no interesan tanto a Dios y a sus hijos.
En este sentido, hoy el Evangelio nos habla de los afanes terrenos, es decir, de las cosas que duran poco y que alcanzan solo a donde llegan nuestros sentidos. Aquí la expresión “terrenos” significa “caducos”, llenos de ilusión y engaño, como los falsos dioses, que en nuestro contexto toman nuevas formas.
Compartir dignifica realmente a la persona humana porque con ello participa en la misma dinámica de Dios, que renuncia a su alta dignidad para hacerse débil por nosotros
Siguiendo en el Evangelio, Jesús ante la extraña petición de mediación que le hacen, advierte sobre el peligro de la avaricia, esa que no solo “rompe el saco” sino también las amistades y las familias. Una vez más, el Señor va al fondo de la cuestión. De nada servía servir de árbitro en ese pleito, si la ambición de dinero iba a permanecer en ellos. Quien es codicioso nunca se sacia, siempre quiere más; vive para acumular, no para compartir. La ambición desmedida es pues un pecado que empobrece no solo a los demás, sino, en otro modo, al mismo ambicioso. La vida no depende de las riquezas “para sí”, sino de los bienes compartidos. Y la pregunta puede ser, ¿dónde está el beneficio de ese compartir con los demás? ¿No es eso una actitud bonita pero que nadie cree? Porque el mundo que vivimos lo que enseña y practica es la acumulación. Curiosamente, ideologías de signos opuestos coinciden en absolutizar el dinero y el placer como fines últimos de la persona. Bien, pues eso expresa un equivocado concepto del ser humano, muy alejado de lo que los libros sapienciales y el Evangelio nos enseña. Compartir dignifica realmente a la persona humana porque con ello participa en la misma dinámica de Dios, que renuncia a su alta dignidad para hacerse débil por nosotros. Dios, que no tiene cosas, se ha dado a sí mismo por medio de su Hijo, nuestro Señor. Nosotros, aprendamos a darnos del todo, compartiendo las cosas que tenemos. Los bienes materiales, son por tanto un medio y no un fin. El ser humano solo puede ser saciado por Dios mismo y lo que a Dios le agrada, como lo experimentó ya en el siglo IV San Agustín.
Los bienes y la vida misma son un don de Dios. La generosidad de Dios no es solo un gesto de lo que le sobra, sino expresión de su mismo corazón
En el ambiente judío, llamaban mucho la atención las palabras de Jesús, porque en algunas corrientes rabínicas la abundancia de bienes expresaba la bendición divina. Frente a eso, son múltiples los pasajes en los que se nos invita a no ser indiferentes frente a la necesidad de los demás, es decir, estamos llamados a tener una actitud contraria a la del rico Epulón. Los bienes y la vida misma son un don de Dios. La generosidad de Dios no es solo un gesto de lo que le sobra, sino expresión de su mismo corazón. La sabiduría del corazón de Dios nos enseña a “no atesorar para nosotros mismos”, sino a “amar a Dios y guardar sus mandamientos”.