Estas palabras resuenan de manera especial, al contemplar el misterio de la Transfiguración del Señor. Por unos instantes, los discípulos contemplan la maravilla del rostro de Jesús que transparenta el resplandor de la vida. La Transfiguración es el momento intenso en que Jesús aparece envuelto en el amor del Padre. En la Transfiguración lo que resplandece es el amor y el gozo del Padre que Jesús vive.
El Evangelio nos invita a escuchar a Jesús, el Hijo amado, en el que se nos revela la verdad más profunda del ser humano.
Comienza diciendo: “que Jesús tomó consigo a Pedro a Santiago y a su hermano Juan, y se los llevó aparte, a una montaña alta”. Es decir, Jesús elige a los tres discípulos más representativos y que mayor resistencia oponen a su mensaje para mostrarles el estado final del ser humano: la Transfiguración es la plenitud de la vida a la que está llamada toda la humanidad; todos estamos llamados a participar en el misterio de la Transfiguración, a ser transfigurados, a llegar a una vida plena… El estadio último de la vida humana es la Transfiguración… La Transfiguración es una experiencia intensa de Dios que nos lleva a una vida plena
“La montaña alta” significa el lugar del contacto con Dios, del encuentro con Dios, de la transformación humana. La montaña no está fuera sino dentro de nosotros. Es un lugar interior donde necesitamos encontrarnos de verdad. Jesús también necesitaba, a veces, retirarse a esa montaña alta para entrar en una relación profunda con el Padre, con la fuente de su vida y de su misión.
Así que, todo sucede en la montaña alta (que no es un lugar sino una experiencia interior) y es ahí dentro, en lo profundo de nosotros mismos, donde renace la esperanza y encontramos las fuerzas para remontar nuestras crisis y los momentos difíciles de nuestra vida. ¿No necesitamos nosotros también retirarnos a una montaña alta? ¿No necesitamos de una profunda relación con Dios que transforme nuestra vida y que nos ayude cuando surge la niebla de la duda, el cansancio o la dificultad? Tú, Señor, eres la Luz, que haces arder nuestros corazones con certeza de la esperanza.
Dice el texto evangélico que, “se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. El rostro de Cristo resplandecía con toda la luz de Dios… Nuestro cuerpo, como el cuerpo de Cristo transfigurado, está llamado a dejar pasar la luz. La luz de Dios tiene que pasar a través de nuestro cuerpo, a través de la expresión de nuestro rostro, a través de nuestra apertura, de nuestros gestos, de nuestra sonrisa…
La reacción de Pedro es decirle a Jesús: “Señor, qué hermoso es quedarnos aquí”. Esta reacción de Pedro demuestra que no se ha enterado de nada. Pedro continúa cerrado en sus antiguas creencias y por eso propone hacer tres chozas… Pedro no comprende que esa experiencia de la Transfiguración es un acto de amor de Dios a los discípulos para librarlos de los ideales mezquinos que les impiden acceder a la verdadera vida. ¡Qué fácil es caer en la tentación de Pedro! Construir chozas en un mundo soñado, fuera de la realidad, para disfrutar de privilegios egoístas.
Después, continúa el texto: “que una voz desde la nube decía: Este es mi Hijo el amado, mi predilecto, escúchenlo”. “La nube” es, en la cultura bíblica, el símbolo de la presencia de Dios, de la manifestación de Dios. La voz revela quién es Jesús: “Este es mi Hijo, el amado, escúchenlo”.
Estas palabras, dichas desde la nube, manifiestan la identidad de Jesús y de todo ser humano: Jesús es el Hijo amado, pero todo ser humano es también hijo amado. ¿Somos conscientes de que la verdad última que se nos revela en Jesús es que somos hijos amados? Mientras no escuchemos dentro de nosotros esta voz interior que nos asegura que somos hijos amados, no podemos vivir con sentido. Mientras no hagamos la experiencia de sentirnos verdaderamente amados, permaneceremos en una inseguridad permanente. Esta es la auténtica verdad que da consistencia a nuestra vida. La verdadera experiencia que da solidez a nuestra vida es la de sentirnos amados; nadie puede vivir de verdad sin la experiencia de este amor. ¿Qué va a pasar con el hombre de hoy ebrio de técnica y eficacia, pero donde Dios está ausente y que con su mirada no logra penetrar en el misterio de sí mismo ni del sentido de su vida? Cuando arrinconamos la experiencia de Dios, ¿no terminamos por no entendernos a nosotros mismos y yendo a la deriva? Hoy necesitamos, más que nunca, testigos del sentido de la vida y del amor de Dios que nos hace plenamente felices.
El acento del Evangelio de este Domingo está en: “escúchenlo”, es decir, Jesús es el único al que hay que escuchar. Sólo a Jesús, el Hijo amado, es a quien necesitamos escuchar. Sólo El, tiene palabras que nos hacen vivir. Escuchar al Hijo es transformarse en él y llevar una vida como la suya, es decir, ser capaces de manifestar el amor a través del don total de sí. Todos los discípulos de Jesús estamos llamados a contemplar el rostro de Cristo lleno de luz, a escuchar su Palabra y abrirnos a la fuerza del Espíritu. Así, desde esta experiencia, podremos lograr ser testigos de Vida y Esperanza.
Hoy podemos decirle: Tú, Cristo, has mostrado tu rostro radiante, lleno de luz a tus discípulos, quisiéramos confiarnos a Ti… Nuestro camino es, a veces, demasiado oscuro… No podemos recorrerlo solos, pero contigo desaparece el miedo y brilla la esperanza.