En misión | Misioneros como Dios

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Recién acabamos de terminar el mes dedicado al matrimonio y a la familia, lo cual no quiere decir que la misión en la Iglesia domestica solo dura 31 días. Sabemos con claridad que el anuncio de la Buena noticia en el corazón del hogar debe ser constante. Ahí, los primeros misioneros son los padres y madres de familia, obviamente también los hijos e hijas.

El pitazo inicial para misionar como Dios en la familia, cada miembro de esta lo ha recibido desde el día de su Bautismo. Un elemento imprescindible de dicha misión familiar, lo entenderemos aquí como el compromiso que tienen los padres como los primeros y principales educadores en la fe y en los valores de aquellos que han procreado por amor. En este cometido ningún progenitor es irreemplazable y no puede ocultar, disimular o esconderse de esta tarea que deviene directamente del plan divino de salvación de Dios para la familia.

El creador, diseñador y arquitecto de la familia, la creó a su imagen y semejanza (Gen 3,27), para que fuera comunidad de vida y amor, santuario de la vida. De lo anterior podemos entender porque los planes que el hombre fabrica para la familia, según su medida, la alejan de lo esencial de su tarea y la debilitan como célula vital de la Iglesia y de la sociedad. Ha llegado la hora de que la familia, sea la primera escuela de todas las virtudes sociales que todas las sociedades necesitan (F C 36). Es esencial e indispensable que, en la pequeña iglesia, la que vive en la casa, no solo se transmita la vida biológica sino también la vida espiritual, ética y moral, la vida integral que viene del Crucificado Resucitado (Hechos 3, 15).

Así, el hábitat familiar se convierte en morada misionera donde vive Dios y viven los misioneros del evangelio de la vida y del amor. En ese techo y bajo el mismo, se van formando los artesanos del respeto al prójimo, honrados e íntegros, que son constructores de paz. Hombres y mujeres de fe que las 24 horas de la cotidianidad de sus días, la testimonian. Tan bella tarea puede ser como la levadura y el grano de mostaza del Evangelio por su pequeñez, humildad y discreción, pero posee desde ya la fuerza y la potencia de un mundo según Dios.

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