Uno de los lugares esenciales y vitales para todo ser humano desde su concepción hasta su ocaso natural, es la casa. Ya puede ser ésta grande o pequeña, lujosa o sencilla, es el hogar donde recibimos lo elemental y lo que jamás debe faltar para desarrollarnos como personas humanas y cristianas. Por tal razón no deberían existir seres humanos sin hogar, y que, buscando un poco de calor humano y espiritual se encontrarán con las puertas y ventanas cerradas de una casa. Una vivienda aunque sea por unos minutos llena de amor, fraterna y un vaso con agua más una tortilla con frijoles proporcionará un sentido de vida a quien anda buscando la vida.
Esto es, acoger a Jesús. Abrir la casa será ensanchar el corazón para dar espacio totalmente a Dios y a todo lo que fortalece la morada familiar, es decir los valores humanos y espirituales, como ser; la hospitalidad, la generosidad, la fraternidad y la hermandad, el amor y la fe. Casas abiertas a Dios y a los demás que traen la buena noticia del amor y el perdón que tanto necesitamos, que están dispuestos a sembrar y cuidar juntos las semillas del diálogo y entendimiento donde nacen los acuerdos para el bien común, la justicia y la paz de todos. De ahí que las puertas y ventanas de la casa deben estar cerradas a las divisiones, odios e injusticias, a la mentalidad de ver en el otro una amenaza y no un hermano. Casas abiertas donde Dios no es un extraño en el hogar, más bien se nota su presencia de acompañamiento permanente en el hábitat familiar donde resuena su Palabra en la vida y misión de cada miembro.
Cerrarle las puertas a Dios y verlo como ajeno, lejano o impropio es una irreparable pérdida para una familia. La presencia de Dios en el hogar es gracia, fuerza y valor para construir desde la intimidad del hogar un mundo nuevo. Es un beneficio que constituye para bien a los ciudadanos que son protagonistas tenaces e incansables como constructores de una patria según Dios. Casas abiertas, para que la Palabra de Dios pueda entrar y salir configurando al ritmo del Espíritu Santo aquellas personas y lugares que aún viven como si Dios no existiera. Casas abiertas para la misión de Dios hasta el último rincón.