“Las tinieblas cubrían los abismos mientras el Espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas” comienza el libro del Genesis (Gn 1, 2), primeras palabras de las Escrituras. Contemplar al Espíritu Santo no es tarea sencilla, porque sin su ayuda para superar nuestra debilidad. La clave para discernir la presencia del Espíritu de Dios en la historia radica en las Sagradas Escrituras. Inspiradas por el Paráclito, nos revelan progresivamente su identidad y acción, permitiéndonos comprender el lenguaje, el estilo y la lógica del Espíritu. Las Escrituras, desde el Antiguo Testamento, nos enseñan que todo lo bueno, verdadero y santo en el mundo es fruto del Espíritu de Dios.
La primera referencia al Espíritu se encuentra en el himno a Dios Creador del Génesis, con el que comenzamos (Gn 1, 2). La palabra hebrea ruah, que significa “soplo”, denota tanto viento como respiración. Este texto, pertenece al periodo del destierro en Babilonia, refleja la evolución de la fe de Israel hacia una concepción de un solo Dios. La Escritura muestra que Dios creó el universo con la fuerza de su Palabra, y alienta a reconocer el papel del Espíritu en la creación: “La Palabra del Señor hizo el cielo, el aliento (ruah) de su boca sus ejércitos” menciona el presbítero Bairon Cárcamo en un Taller del Espíritu Santo impartido a la feligresía. Este aliento vital de Dios no solo inauguró la creación, sino que la sostiene y renueva continuamente: “Envías tu aliento y los creas, y repueblas la faz de la tierra”.
Por su parte, los profetas en especial Isaías, ha destacado los dones del Paráclito para que sean redescubiertos por el humano. La conjugación de un tronco donde se posará el Espíritu de Dios, recuerda que Jesús, que fue engendrado por el Padre, fue clavado en la cruz, y luego, al enviar el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo, emanan todos los dones que la escrituras nos dan a conocer: Sabiduría, Inteligencia, Consejo, Fortaleza, Ciencia, Piedad y Temor de Dios (Is 11, 1-9).
REFERENCIAS
Ya en el Antiguo Testamento se revelan dos rasgos distintivos de la misteriosa identidad del Espíritu Santo, posteriormente confirmados en el Nuevo Testamento. Primero, su absoluta trascendencia, por la cual es llamado “santo”. El Espíritu de Dios es completamente divino, un don que el ser humano no puede obtener por sus propios medios, sino que debe invocar y recibir. Este Espíritu, infinitamente superior al hombre, se concede gratuitamente a aquellos que son llamados a colaborar en la historia de la salvación. Cuando esta energía divina encuentra una acogida humilde y disponible, el hombre se libera de su egoísmo y temores, permitiendo que florezcan el amor, la verdad, la libertad y la paz en el mundo.
PRESENCIA ETERNA
Con la instauración de la monarquía davídica, esta fuerza divina, que anteriormente se manifestaba de manera inesperada y esporádica, logra una mayor estabilidad. Esto se evidencia en la consagración de David como rey, sobre la cual la Escritura menciona: «Desde entonces, el Espíritu de Yahveh vino sobre David».