Editorial |Nuestra voz | La Semana Santa: un oasis en medio de la desesperanza

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Iniciamos la Semana Santa que comienza este año el 2 de abril con la celebración del Domingo de Ramos y finaliza el 8 de abril con la alegría del Domingo de Resurrección; en ella se recuerda y se actualiza los últimos momentos de Cristo en la Tierra: la Pasión, la Muerte y la Resurrección, muchos viven este acontecimiento con respeto y el recogimiento interior, sin importar la circunstancias, tal como lo manda la Santa Madre Iglesia que nos invita a buscar a Dios. Pero para muchos otros que viven alejados y con la ausencia de Dios en sus vidas nuestras manifestaciones de piedad popular, el fervor de nuestras celebraciones y todas aquellas acciones que realizamos durante esta semana deben ser de tal significado que contagie e invite a todos a acercarse y convertirse.

Con el Domingo de Ramos iniciamos: Jesús entra triunfalmente como rey en Jerusalén, sentado en un asno que ni siquiera era suyo; leemos por primera vez en Semana Santa el relato de la Pasión del Señor: miramos a la Cruz redentora, de donde cuelga el Siervo de Dios, triturado por nuestros pecados, nuestros egoísmos, individualismos, violencias y miserias, sus heridas nos han curado, y nos han traído la paz y el perdón. Antes de su Pasión cenó con sus discípulos, previamente a esta cena les lavó los pies como siervo y durante esa cena nos dejó el más inmenso regalo: su cuerpo y su sangre, su vida y su amor, su perdón y su verdad y a los que habrían de servir a Dios en su presencia, los sacerdotes, además nos dejó a todos un mandamiento nuevo: “amaos unos a otros como y os he amado” acontecimiento que vivimos en el Jueves Santo.

Seguido de la Cena, lo encontramos en el Huerto de los Olivos, lugar donde lo toman preso, traicionado por uno de los suyos, de ahí lo llevaron a los tribunales y lo condenaron a muerte. Jesús, manso y humilde de corazón, se humilló ante un sufrimiento tan ultrajante y destructor, que lo llevó hasta la muerte de cruz. En esa humillación, tenemos la respuesta a esta inquietante pregunta: “A Dios, ¿le es indiferente el dolor humano, el de nuestros días y de los millones de personas que caminan ese largo y penoso ‘vía crucis’?”.

Y la respuesta la tenemos en ese Viernes Santo, en el que comprobamos que Dios no es indiferente a ese sufrimiento, Jesús, lo hace suyo, no lo sigue ni padece como un espectador. El día sábado vivimos el silencio de la cruz y de la sepultura de Jesús, con oración ante el Señor y acompañando a María, metidos de lleno en la lectura de la Palabra de Dios. La cruz, la muerte, no tiene la última palabra: la última palabra la tiene Dios y celebramos esta victoria la noche del Sábado Santo, en la Vigilia Pascual. Al amanecer de un nuevo día, una nueva semana, una nueva creación, nos abrimos a la esperanza firme que brota del hecho de que ¡Cristo ha resucitado!; la pesada losa del sepulcro no ha podido retenerle. ¡Vive para siempre!

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