Llegamos al final del mes de septiembre: Mes de la Patria y Mes de la Biblia. Las celebraciones de la Patria por mucho que intenten hacernos creer que se han desarrollado casi con la normalidad que la crisis lo permite, lo cierto es que siguen estando muy descoloridas por la increíble corruptela que nos agobia. No deja de asombrar cómo en medio de una situación de esta envergadura los malos hijos de esta nación no se han medido nunca para seguir robando y afectando a todos. Pero no quiero quedarme en esto porque realmente nos espera más de este circo en los días venideros porque es año político… ¡si es que alguno no lo es!
En cuanto al mes de la Biblia tengo que reconocer que estoy gratamente agradecido con las incontables iniciativas de las parroquias, los grupos, las Comisiones de Pastoral Bíblica a nivel diocesano y nacional. La creatividad no se ha hecho esperar y no podemos menos que estar agradecidos con Dios y con los responsables de todas estas iniciativas.
Debemos entender, con muy profunda humildad que la Palabra de Dios escrita no dejará nunca de ser una fuente de riqueza extraordinaria.
La fuerza de la Biblia para sostener nuestra vida personal, familiar y comunitaria es innegable. El problema es cuando nos dedicamos a un conocimiento de las Sagradas Escrituras de manera academicista o como un conjunto de memorizaciones que no nos llevan a la práctica. Citar la Biblia nunca será lo mismo que vivir según lo que ella dice.Me viene a la memoria una Delegada de la Palabra de Dios que conocí hace algunos años y que al principio me resultó increíblemente molesta: ¡para todo citaba la Biblia! ¡A todo le hallaba aplicación según la Biblia!
Más allá de admirar su conocimiento de las Sagradas Escrituras lo que al inicio sentí es que tomaba los versículos que citaba como un recetario, pero luego me di cuenta que la verdad era que su visión de la vida, de todo, estaba orientada por lo que ella leía todos los días.
Honestamente me cuestioné bastante: “¿De qué me servirá tener títulos y horas extensas de estudio bíblico si a la larga no pienso como ella?”, me pregunté.
Por eso insisto en que la clave de todo esto está en prestarle atención a las mismas recomendaciones del Señor: «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra».
Nada más cierto y a la vez más difícil de poner en práctica.
En un ambiente en el que cada vez más estamos cayendo en equiparar todas las tendencias y darlas por válidas o legítimas sin siquiera sopesarlas, conviene que nuestro amor por las Sagradas Escrituras aumente cada día. En la medida en que volvamos la Biblia la fuente de nuestra oración y de nuestro proceder, las cosas cambiarán porque en ella, si la meditamos con humildad, encontraremos siempre al Dios de la Vida, de la Misericordia y de la paz.