Las maravillosas lecturas con que la Iglesia nos engalana para celebrar el día del Señor en este IV Domingo del Tiempo Ordinario a través del año, nos presentan dos vocablos ligados a la “palabra” y al “hablar”.
En la primera lectura del Deuteronomio, Moisés con su discurso sobre la ley, entra en escena como el profeta de Dios, el hombre de la palabra por excelencia. Él es el portavoz de Dios, sus palabras son las de Dios: “Le pondré en boca mis palabras y él dirá lo que yo le mande”.
Por eso Marcos en este capítulo primero insiste en la Palabra de Jesús, como el de un verdadero y definitivo profeta, superior a cualquier profeta humano. Pero es interesante ver como en todo el Evangelio, esta palabra tiene fuerza y domina toda hostilidad, pero se queda en el secreto, lo que en el siglo XX los especialistas acostumbraron a llamar el “secreto mesiánico” de Marcos.
Los discípulos no parecen comprender y reconocer quien es Jesús, pero los demonios si lo saben. Esto nos da pie para pensar como todos debemos –como nos enseña Marcos –a vivir el proceso de formación sobre sus palabras que purifican nuestra visión de Cristo de todo aspecto clamoroso y superficial por sus actos poderosos. Se trata pues de entrar en el misterio último de Cristo, el que se revelará plenamente en la cruz y en la Pascua.
Que quiero decir amigos lectores, que solamente al final, en la pobreza de la cruz, será cuando Cristo aceptará esa “fama” que siempre rechazará y que se difunde sin que Él lo sepa. “La fe en Cristo –escribía Pascal –es auténtica, no porque nace de un milagro, sino porque es generada por la cruz”.
Jesús y su Palabra son las que nos deben acompañar en esta formación de discípulos, que a lo largo de este año acompañados por Marcos y su Evangelio, nos permitirán confesar como Pedro en Jn 6,69: “Señor ¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído que tú eres el Santo de Dios”.
