Nelson González, un testimonio de “Segundas oportunidades”

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En las calles vibrantes y caóticas de Comayagüela, donde el bullicio del comercio informal se mezcla con el humo de los carros y las voces que pregonan desde la madrugada, hay un hombre de mirada serena y manos curtidas que acomoda con paciencia un mostrador repleto de accesorios para motocicleta. Se llama Nelson González, tiene 57 años y, aunque hoy su vida parece estable, su historia está hecha de heridas, fe y segundas oportunidades. Su puesto, un pequeño rincón en una acera que vibra de vida y necesidad, es su trinchera. Desde ahí, Nelson ha aprendido a levantarse cada día no solo para vender, sino para recordar que la vida también se reconstruye a pie de calle. Detrás de su sonrisa hay décadas de lucha contra un enemigo silencioso: el alcoholismo.

Lucha

Honduras, un país donde la pobreza empuja a miles a buscar refugio en el licor, ha visto cómo generaciones de hombres se pierden entre botellas y promesas rotas. Según estudios recientes del Observatorio de Salud Mental, el consumo problemático de alcohol sigue siendo una de las principales causas de desintegración familiar y enfermedades hepáticas en el país. Nelson fue uno de esos hombres: uno de los que tocaron fondo antes de entender que no todos regresan. “Empecé joven, como jugando”, recuerda. “Una fiesta, unos tragos, y después ya no podía parar”. Durante más de veinte años, el alcohol lo llevó a perder todo: su casa, su estabilidad, su dignidad y casi la vida. La pancreatitis lo tumbó por completo, y los médicos le advirtieron que, si volvía a beber, moriría. “Con el primer trago te vas a morir”, le dijo el doctor León antes de darle el alta. Fue la frase que le partió la vida en dos: antes y después. Pero Dios tenía otro plan. La recuperación fue lenta, dolorosa y llena de renuncias. Nelson pasó seis meses internado, cuatro de ellos sin poder probar bocado. En esos días de hospital, comprendió que la soledad es el precio del vicio, que las camas vacías a su alrededor no solo estaban ocupadas por enfermos, sino por historias de abandono. “Yo no quise avisarle a nadie. Dije: caí por mi culpa, y por mi culpa me levanto.”

Reconstrucción
Cuando salió del hospital, pesando apenas 105 libras, juró que jamás volvería a beber. Y lo cumplió. Han pasado casi 20 años desde aquel pacto con la vida. En ese tiempo, aprendió que la sobriedad no es solo abstenerse, sino reconstruir lo perdido: la confianza, el amor de sus hijas, la paz interior. Dejó atrás los bares, las fiestas, las malas compañías. Se refugió en el trabajo, en la rutina, en la fe. Empezó de nuevo vendiendo comida, luego accesorios para motocicletas. Descubrió que el comercio no solo le daba de comer, también lo mantenía ocupado, en contacto con la gente, con la esperanza. Pero su verdadera salvación vino disfrazada de amistad. “David”, dice con gratitud, “ese hombre fue como un ángel.” Un profesor bilingüe que lo ayudó cuando nadie más lo hizo. Le pagó tratamientos, medicinas, comida. Sin reproches. Sin condiciones. “Gastó más de cien mil lempiras en mí, y nunca me reclamó nada. Solo quería verme bien”. En esa amistad encontró una forma tangible del amor de Dios. Don Nelson confiesa que el comercio se volvió su salvación. Antes vendió comida en el mercado, recorrió ferias a nivel nacional, y aunque la vida le arrebató muchas cosas, también le devolvió una enseñanza invaluable: “Todo se puede cuando uno quiere cambiar. El problema es cuando uno se convence de que no puede”. Su testimonio es una lección para la juventud, un llamado urgente en una sociedad donde muchos jóvenes caen en los mismos vacíos que él conoció: “La obediencia es la clave. A veces no es el dinero lo que nos levanta, sino un consejo, una palabra. Cuando uno cree en Dios y obedece, el camino se abre”. Nelson sabe que su historia no es solo suya. Es también la de miles de hombres que, entre la desesperanza y la culpa, buscan redención. Hoy, Nelson es un hombre sereno. Vive agradecido, sin lujos, pero con propósito. Sus hijas ya son adultas, formaron sus propias familias, y lo visitan con orgullo. A veces, mientras acomoda su mercancía o conversa con algún cliente, recuerda a su madre. “Ella me enseñó todo lo bueno, pero le fallé. Me quedó esa deuda. Ya no está, pero sé que me perdonó”.

Esperanza
La historia de don Nelson no es solo la de un hombre que venció al alcohol, sino la de un país que lucha contra sus propias sombras. Es testimonio de que el cambio sí es posible cuando hay fe, amor y disciplina. En un entorno donde muchos pierden la esperanza, él demuestra que Dios también se manifiesta en las calles, en los amigos, y en los segundos intentos.

Una enfermedad que el país se niega a mirar

En Honduras, el alcohol no solo se bebe; se hereda, se celebra y se olvida. Está en los cumpleaños, en los funerales, en las ferias patronales, en cada esquina donde el estrés y la pobreza se confunden con la necesidad de “olvidar por un rato”. Pero ese “rato” se convierte, para muchos, en años de oscuridad.

El país carga con un enemigo que no grita, pero que mata despacio. El alcoholismo ha destruido más hogares que la violencia, aunque su costo social rara vez se mide con la misma crudeza. En los hospitales públicos, las salas de gastroenterología y de salud mental se llenan de hombres —y cada vez más mujeres— que llegan con hígados desgastados, cuerpos rotos y almas arrepentidas.

En Honduras, el acceso a bebidas alcohólicas es más fácil que acceder a atención psicológica. Un adolescente puede comprar una botella de licor en cualquier barrio, pero tendrá que esperar meses para recibir una cita médica en el sistema público. Mientras tanto, las calles se convierten en refugios de quienes ya no tienen hogar ni esperanza.

Pero hay luces en medio de tanta sombra. Historias como la de don Nelson Márquez —hombre que perdió todo y volvió a levantarse— demuestran que la recuperación es posible. Que la fe, el trabajo y la solidaridad pueden ser antídotos contra el abandono.

¿Quién es don Nelson González?

Don Nelson González es un hombre de 57 años, de mirada cálida y voz pausada. En su vida no hay lujos, pero hay paz. Tiene tres hijas adultas, varios nietos y una fe profunda en Dios. Cada gesto suyo tiene un ritmo medido, una calma que solo quienes han conocido el abismo pueden sostener sin miedo.

Nació en Tegucigalpa, en un hogar humilde. Su madre, a quien menciona con una mezcla de ternura y culpa, fue el pilar de su niñez. Ella le inculcó valores, pero como muchos jóvenes de los barrios de la capital, Nelson cayó en el espejismo de los vicios.

Durante dos décadas vivió entre la niebla del licor y los desvelos. Perdió su casa, su rumbo y casi su vida. Pero en esa oscuridad también descubrió la bondad de la gente. Un amigo lo rescató, los médicos lo salvaron, y su propia fuerza lo hizo renacer. Hoy, cada palabra suya es una lección de humildad.

Don Nelson no se considera un hombre exitoso, sino un sobreviviente. Vive de su puesto en Comayagüela, donde vende accesorios para motociclistas. Allí pasa sus días; su jornada empieza temprano, con un café en vaso de plástico, y termina al caer la tarde, cuando el bullicio se disuelve entre luces y bocinas.

No hay día que no agradezca a Dios por dejarme despertar. Antes no pensaba así. Vivía sin rumbo, creyendo que todo era una fiesta eterna, que el dinero siempre iba a aparecer y que las personas buenas nunca se iban a cansar. Me equivoqué. La vida no es eterna, y las segundas oportunidades no se repiten.

El alcohol me quitó años de vida, familia y dignidad. Pero me enseñó algo que pocos valoran: el poder del arrepentimiento. Aprendí que uno puede caer muy bajo, pero si reconoce su error y busca ayuda, puede salir. No es fácil. Hay noches de soledad, de culpa, de hambre. Pero si uno se agarra de Dios, si escucha los consejos correctos, todo cambia.

Mi madre ya no está, pero sé que desde el cielo me perdonó. Mis hijas, mis nietos, mi amigo David, son mi motor. Ellos me recordaron que la amistad y el amor también son formas de fe.

Hoy, cada cliente que llega a mi puesto me enseña algo. Algunos vienen a comprar, otros solo a platicar. Yo los escucho. Tal vez, sin saberlo, están pasando por su propia guerra. Si puedo darles una palabra de aliento, ya valió la pena el día.

A los jóvenes les digo: no esperen tocar fondo para cambiar. La vida no se mide en lo que uno tiene, sino en lo que uno puede dar. El dinero se acaba, los vicios destruyen, pero la fe y la amistad permanecen.

Yo soy prueba de que se puede salir del vicio, trabajar honradamente y vivir en paz. No me considero un santo, pero sí un agradecido. Porque si algo he aprendido es que Dios no llega tarde. Llega justo cuando uno ya no puede más.

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