Este año celebramos en domingo la conmemoración de los fieles difuntos, la cual, el calendario la sitúa al día siguiente de la Solemnidad de todos los Santos. La vinculación de ambas celebraciones nos da la perspectiva adecuada: esta vida que conocemos es transitoria pero muy importante, ya que nuestra existencia, aunque marcada por la caducidad y la fragilidad, es portadora de la promesa divina de plenitud. En el Evangelio se nos dice que “muchos judíos habían llegado a Betania a dar el pésame” a Marta y María por la muerte de su hermano. Cuando “damos el pésame” expresamos que sentimos el peso del dolor del otro por la pérdida de un ser querido. Ante la muerte de una persona damos las “condolencias” a los familiares, como diciéndoles que estamos dispuestos a llevar con ellos ese sufrimiento o pérdida. Sin duda son momentos sensibles y en los que agradecemos estas muestras de cercanía. Siendo esto importante, más lo es cuándo además podemos compartir la fe en Jesucristo, esperanza que no defrauda.

Jesús nos revela una gran noticia: “yo soy la resurrección y la vida; el que crea en mí, aunque haya muerto, vivirá”. ¿Podemos esperar una alegría mayor? Jesús anuncia la victoria de la vida sobre la muerte por medio de su resurrección. Todas nuestras esperanzas se sostienen en Él, “el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo”. El diálogo en Betania, frente a la tumba de Lázaro, concreta una antigua expectativa de la humanidad. De la fe genérica, “sé que resucitará en la resurrección en el último día”, a la fe personal, “sí Señor, yo creo que tú eres el Cristo”. Trayendo este Evangelio a nuestra vida recordemos la primera frase de Marta, llena de profética fuerza: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”. Con ella expresaba Marta la fe en Jesús, como Señor de la vida. Lo que ella no podía saber -aunque intuía-, era que Jesús tiene dominio también sobre la muerte, esa que quedaba ratificada al cuarto día de fallecido. La “intuición de la fe” le lleva a decir también: “Pero aun así sé, que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá”. El Señor, que sabe lo que necesitamos antes de que se lo pidamos, aguarda nuestra oración humilde. La muerte de un ser querido es una pérdida para nosotros, pero sabemos que para él es una ganancia. Dolor y al mismo tiempo profundo respeto se entremezclan en nuestros sentimientos ante el misterio cercano de la muerte. Para el cristiano la muerte no es una amenaza final, sino, de alguna manera, mediación para una mayor plenitud de existencia en el Señor. Tras la consagración el sacerdote invita a la asamblea a proclamar el misterio central de la fe, respondiendo todos juntos con júbilo: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”.  Ofrecemos la Santa Misa como sufragio por nuestros hermanos difuntos, porque la Eucaristía une de manera sacramental nuestra muerte a la de Jesús y su vida a la nuestra. Esa es la esperanza de nuestro peregrinar.

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