Una famosa sentencia de San Agustín explica esta escena evangélica como el encuentro entre la miseria y la misericordia. Contra lo que aquellos puritanos justicieros pretendían, en la respuesta de Jesús, la miseria del pecado ha sido revestida por la misericordia del amor, como nos enseñó el Papa Francisco en 2016, año del Jubileo extraordinario de la Misericordia. Y este año 2025, también Jubilar, reconocemos que la misericordia es el camino de la Esperanza. Así se construyen los “caminos nuevos” de los que habla Isaías. Las escrituras están llenas de admirables signos de perdón y piedad.
Son actitudes que el mundo niega, pero ¿podría existir una sociedad sin perdón y sin piedad? Creemos que no, y si la hubiera, no sería una sociedad justa. Los letrados y fariseos llevando a aquella mujer ante Jesús cometen varias injusticias, y lo hacen en nombre de la ley mosaica. Mientras espera, Jesús escribe en el suelo, no sabemos el qué, ¿tal vez estaba escribiendo una nueva ley, la ley del amor? Primera injusticia. Si hubo pecado de adulterio, ¿por qué solo traen a la mujer? Desgraciadamente, reconozcámoslo, seguimos pecando de un grave machismo cultural y hasta religioso. Segunda injusticia.
No les preocupa en verdad lo que ocurrió, usan la circunstancia de aquella mujer para comprometer al Maestro. Están desafiando a Jesús. También nosotros muchas veces confrontamos a Dios, aunque sea en silencio. Tercera injusticia. Olvidan las propias imperfecciones. Se erigen a sí mismos en jueces y verdugos. Así nos ocurre a nosotros cuando nos auto exculpamos de responsabilidades, y somos intransigentes con las faltas de los demás. ¿Se imaginan que hubiera, -que no los hay- entre nosotros un grupo de personas casi perfectas? Sería inaguantable -tanto para nosotros como para ellos mismos-.
En su propia perfección entraría el pecado del orgullo, que es de los más peligrosos. Reconocer nuestros pecados nos concede el don de la sencillez, por el que conocemos nuestra verdad. Aceptar nuestras faltas no es conformarnos con ellas ni justificarlas, es desenmascararlas y sabernos necesitados de perdón. Esto no lleva a un mundo de permisivismo, sino de sano realismo en el que todos necesitamos comprensión y solidaridad. En cambio, la intransigencia y la falsa santidad son formas de hacer que todos miren a otro lado para que no vean nuestra propia deficiencia. Les aseguro que esos que se las dan de ultra buenos, en verdad esconden cosas vergonzosas.
Los santos no necesitan condenar a otros para salvarse, antes bien, suelen tener una profunda conciencia de sus deficiencias y una gran sinceridad para reconocerlas. El bien supremo, carta a los filipenses, es conocer a Cristo Jesús y la mayor alegría es sentir el poder de su resurrección. Y para ello, queremos configurarnos con su muerte con la esperanza de alcanzar la resurrección. Configurarnos con Cristo es confiar en el poder y la misericordia de Dios Padre, que destruye la miseria del pecado y da la vida por siempre. Cada domingo venimos a misa, siendo nosotros pecadores, no para ocultar nuestra realidad, sino para sanarla. Para escuchar: “… esta es mi sangre derramada por muchos, para el perdón de los pecados”.