Homilía del señor Arzobispo para el domingo XXVII del tiempo Ordinario

“Interpretar desde Dios” (Mc. 10, 2-16)

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El Señor siempre tiene una intención superior y anterior a nuestro precipitado pensar. El Evangelio de hoy debería servirnos para mantener una actitud de “santa sospecha” a todo lo que no encaje con la vida y enseñanza de Jesucristo. A veces, bajo apariencia de “pulcritud”, en verdad se esconden otras intenciones, como es el caso de estos fariseos que se acercan a Jesús para ponerlo a prueba. “Moisés nos dio permiso para que el varón escribiera un acta de divorcio y despidiera a su esposa”. Pero Jesús, ante tan profunda incongruencia, no se conforma con la supuesta “cita de autoridad”, sino que va más atrás y sobre todo más alto.

El motivo de esa prescripción solo era su dureza de corazón. Pero la voluntad divina está expresada con anterioridad en el relato de la creación, donde desde el inicio queda claro que el amor fiel y esponsal entre dos seres de la misma dignidad, varón y mujer, es realmente un designio divino, por el cual, incluso se deja la anterior realidad familiar para crear “un solo cuerpo”. “Ya no son dos, sino una sola cosa”, llega a afirmar para expresar una nueva realidad material y espiritual, que no anula lo anterior, sino que lo plenifica.

Por ello, “lo que Dios unió, no tienen los hombres autoridad para separarlo”. La interpretación de Jesús es superior a la de Moisés, en todos los sentidos, y es por ello la que rige el proceder de la Iglesia. Aquí alguien dirá, “pero yo conozco una persona que estaba casada y ya no lo está”. La Iglesia no tiene autoridad para deshacer lo que Dios ha hecho, y en ese sentido “no divorcia”: La iglesia, cuando así lo amerita un caso tras profundo discernimiento, declara que el matrimonio sacramental no tuvo lugar, (por alguna causal comprobada), y que aquel matrimonio fue nulo. Esta es la tarea que corresponde al Tribunal Eclesiástico.

El Sacramento del Matrimonio, no exento de las limitaciones propias de quienes lo realizan, expresa entre otras cosas, que el amor entre los esposos refleja la belleza de la voluntad de Dios, el cual creó al ser humano, varón y mujer, ambos distintos y a la vez igualmente son su imagen. En otras palabras, nunca conoceremos a Dios si no conocemos al varón y a la mujer, es decir, Dios, que es un ser eterno y sublime, nos es manifestado a nosotros a través de cualidades masculinas y femeninas, superando ambas a la vez que uniéndolas. Por ello, desconocer el carácter femenino, como desconocer el carácter masculino sería desconocer aspectos fundamentales de Dios mismo.

 Valga pues la interpretación de Jesús -frente a la malintencionada pregunta de los fariseos- no solo para salvar la indisolubilidad del matrimonio eclesial, sino también la belleza y el valor que la diversidad sexual entre varón y mujer confiere a nuestra existencia, porque así lo hizo Dios, “y lo hizo muy bien”. Y para que quede claro por siempre, el matrimonio -libre y consciente- alcanza en la Iglesia valor sacramental.

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