Homilía del señor Arzobispo para el Décimo Domingo del tiempo Ordinario

“El Reino de Dios y la Iglesia” (Mc 4, 26-34)

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El Reino de Dios es el anuncio de Jesús por excelencia. Es su primer mensaje público y sobre él hablan todas sus parábolas, esas con las que transmitía a los discípulos verdades trascendentes, con imágenes cercanas y comprensibles. Aunque no les faltaba a las parábolas un punto de interpretación por parte del oyente. Lo cual era expresamente querido por Jesús, que en privado les explicaba todo. “En privado” no significa que lo decía “a unos pocos selectos”, sino que la Palabra de Dios solo germina en el interior, en ese ámbito privado de cada persona en el que solo puede entrar Dios.

Valga esto para un primer comentario sobre la Iglesia: la Iglesia no es un grupo reducido de elegidos, que excluye al resto de mortales. Antes bien, la Iglesia Católica es el corazón de Dios para el mundo, y el corazón del mundo ante Dios. Por tanto, que existen vínculos estrechos entre Reino de Dios y la Iglesia es evidente, pero en este caso, cercanía no debe ser confusión. Podríamos decir, a modo de explicación, que el Reino es el fin, la Iglesia es el medio; el Reino es la realidad eterna a la que está llamada la humanidad, la Iglesia es el pueblo que escucha esa llamada y la anuncia. La primera parábola habla del grano que muere, deja de ser él y crece sin aparente colaboración externa.

Referencia expresa a que el Reino no es tanto por méritos humanos, sino de la Gracia divina. La segunda habla de pequeñez inicial, pero seguro crecimiento. Como explicando la humildad del Reino naciente, que viene de lo pequeño para llegar a convertirse en arbusto útil. En ambas parábolas, de alguna manera, se habla de frutos y fecundidad del Reino de Dios. Ahí es donde, diríamos, más se visualiza nuestra respuesta. Ese Reino, tan grande y a la vez tan interior, tan personal, pero a la vez tan social, no es un mero adorno en la historia de la humanidad.

El Reino, es decir, el proyecto de salvación de Dios, es la razón de ser de la Iglesia y el destino culminante de la humanidad. Podemos ahora ya, sin confusión, definir a la Iglesia como “sacramento del Reino de Dios” aquí en la tierra, es decir, signo de que el Reino, sembrado en el corazón de este mundo, está llamado a crecer sin límites, para la historia humana, a la que la Iglesia sirve y acompaña, en Cristo y por Cristo, llegue a ser “historia de salvación”.

Mientras algunos -desde fuera o desde dentro quieren reducir a la Iglesia a mera institución social, ésta en cambio, será siempre una realidad distinta a los criterios de este mundo, justamente porque, los cristianos, aun siendo habitantes de este siglo, somos ciudadanos del cielo. Conforme al Evangelio, la Iglesia, para servir al Reino, debe partir de lo pequeño y crecer despacio. Esto supone un enorme llamado a la conversión para nosotros, que -todavía pecadores-, debemos evitar escandalizar a los más pequeños. Jesús, para anunciar su Reino a todas las gentes, cuenta con la Iglesia, para que en nuestra fragilidad se muestre su grandeza.

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