Cada vez que llegamos a la fiesta de la Pascua, me gusta recordar que, durante muchísimos siglos, esta celebración marcaba el inicio del año no solo religioso sino también civil. Es evidente, que nuestro calendario ya no responde a asuntos meramente religiosos, aunque estuvo fundado en ellos. Pero a mi juicio, como cristiano, suena mil veces mejor decir primer día del año, primer Domingo de Pascua. En lugar de decir: primer día del año, 1 de enero. Creo que, nos estamos quedando inmensamente cortos en nuestro propósito de hacer sentir y valer, la importancia de la fiesta que tenemos entre manos.
La Pascua es la celebración más solemne de todo el año y debería de servirnos a todos, como un buen comienzo, como un buen punto de partida. Casi me atrevería a decirles que, así como al inicio del año “civil” nos hemos hecho propósitos, con más razón debería de serlo en esta semana, en esta Pascua.
Si la cruz es el vértice del cielo cuanto más debería de ser considerada la Pascua como, no solo la meta sino como el origen de todo. Origen y meta, eso es la pascua. Origen, porque la clave de lectura, la clave de interpretación de la historia de la salvación, así como el fundamento de todo lo que existe, es la Pascua. El acontecimiento central de nuestra historia personal y comunitaria, de nuestra historia como Iglesia, es la Pascua. Es en el misterio de Cristo, muerto y resucitado, donde se da el verdadero génesis: el octavo día de la creación.
Es en la cruz donde Nuestro Señor Jesucristo: “hace todas las cosas nuevas”, y es en la mañana de Resurrección cuando el universo se ordena finalmente y se orienta, definitivamente, hacia su destino final. Ver la Resurrección como el origen de nuestra fe, su momento fúndante nos obliga a todos a repasar con serenidad, la inmensa misericordia con la que Dios se ha dignado tendernos una vez, y de manera definitiva, su mano, para sacarnos de las es- clavitudes en las que solitos, nos hemos ido metiendo. Meta, porque al hacer memoria del acontecimiento de la Resurrección de Nuestro Señor, estamos siendo invitados a pregustar, lo que significa, “hoy, mañana y siempre”, el misterio de su triunfo sobre la muerte.
Muchas veces, nuestra preocupación frente al misterio de nuestra redención está más centrado en querer quedar bien con los demás, permitiéndonos caer en esa infantil manera de relacionarnos con Dios, en la que creemos que obtendremos grandes cosas, de su misericordia, reduciendo nuestra relación con él a un mero formalismo, desencarnado e hipócrita. Al referirme a ese querer quedar bien apunto a nuestra forma de ir sumando pascuas pero no conversiones. El verdadero sentido celebrativo de estas fiestas está en el cambio radical que debe operarse en nuestro corazón para hacer de él, desde el costado de Cristo Crucificado, un espacio, solo de Dios y para Dios.