De nuevo este domingo una trilogía de mini-parábolas: la del tesoro enterrado en una propiedad, la perla de gran valor hallada en el bazar y la red llena de peses. Las dos primeras el tesoro y la perla preciosa nos llevan a la imaginación novelesca del mundo de las fábulas y los cuentos. Señalan como estos dos acontecimientos muestran la buena suerte, la buena fortuna para quien les encuentra. Se trata pues, de algo de inestimable valor. Para poseerlo, eso sí, se debe hasta perder el alma, sacrificarlo todo hasta lo ínfimo que se tenga en posesión.
Es que para Jesús que encarna en Sí y anuncia el Reino de Dios, éste es el DON sin precedentes, es la ocasión que se puede dar una sola vez en la vida, de manera única y extraordinaria, por lo que no hay que perder esa oportunidad, hay que tomar una decisión de inmediato, en el esperar se nos haría tarde. El inestimable tesoro como la perla preciosa, nos deberán ser de tal atractivo que también hoy debemos venderlo todo sin la menor duda, sinónimo en lenguaje bíblico expresado por el propio Jesús, de “perderlo todo” para ganarlo todo.
La meta de tan exigente y arriesgada empresa está en tener en las manos al final esa verdadera “joya”. Y, en la tercera parábola, Jesús pone en escena el momento final de la pesca, cuando los pescadores, sacando las redes a la orilla, comienzan a seleccionar el pescado, ya que por la ley del kasher “puros” que de acuerdo a la catalogación ritual debían ser separados de los impuros prohibidos a la mesa de los judíos según Levítico 11,10.
En conclusión, las dos primera pequeñas parábolas nos invitan a darlo todo, sin medida alguna, por alcanzar ese Reino de Dios, la verdadera “joya” de la vida ya presente entre nosotros. La última, evoca como al final Dios se hará acompañar de los santos para la vida eterna. El fin del mundo será el momento de realizar tan anhelado y esperado resultado de la historia, según el misterio y sabio designo de Dios.
Pero no hay que estar ansiosos, no hay que querer anticipar los tiempos de Dios y de su venida. Más bien hay que compartir la paciencia de Dios, en espera de que surja aquel día en el cual finalmente se obrará una definitiva separación. El mal debe saber ya su destino final y el bien, ya debe estar consciente que le espera después de estas vicisitudes, la gloria a la que estamos llamados como ha dicho san Pablo: “Recuerden la Escritura: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni por mente humana han pasado las cosas que Dios ha preparado para los que lo aman” (1Co 2,9).