El Evangelio de hoy, nos presenta a Jesús que camina junto a sus discípulos en los perímetros del templo de Jerusalén y ante el esplendor de ese complejo edificio tan querido al corazón de todo judío, declara: “Vendrán días en los que no quedará piedra sobre piedra. Todo será destruido”. Tal declaración es releída por Lucas como un signo que recuerda el acontecimiento ocurrido el 16 de agosto del año 70 d.C., cuando los ejércitos romanos de Tito destruyeron el templo y la ciudad Santa. Todo en el pensamiento del evangelista enfatiza la sentencia profética del “Día del Señor”.
Día en que el Señor vendrá y juzgará a las naciones y a su pueblo, es cuando Él entra en la escena de manera decisiva e inaugura su reino de justicia y de paz. Por este magno acontecimiento, el lenguaje es apocalíptico: guerras, carestías, pestes, terremotos y hechos aterradores y grandes señales en el cielo. Cercano el final del año litúrgico estos símbolos tienen la función de exaltar la espera del Señor cuando venga en su gloria, y no tanto el cuándo será el fin.
Textos como los de hoy enfatizan el deseo de la humanidad creyente, que anhela se inaugure ese Reino de Dios, que Jesús ha venido a traer. Todo el lenguaje se destina a sacudir las conciencias, pero no a atemorizarlas. El propio Jesús advirtió a sus discípulos a que no se dejaran seducir por estas sirenas tempestuosas, por estas pseudo-profecías, por todos los fanatismos, incluso proclamados en su nombre: “Miren que no los engañen…”
Jesús es Rey del universo, y llegará el momento en que ponga a todos sus enemigos como dice San Pablo, bajo sus pies, pero el día y la hora nadie la sabe, por lo que debemos seguir caminando en esperanza, construyendo su Reino aquí y en la hora de este momento de la historia que nos toca vivir.