Celebrar cada domingo, juntos, en la Catedral de Tegucigalpa dedicada a San Miguel tiene un gran significado para mí e imagino que para ustedes. Nos sentimos especialmente acompañados y protegidos por los ángeles y arcángeles del Señor, que nos guardan y acompañan en todo momento. El libro de Daniel anuncia que “aquel día se levantará Miguel, el gran príncipe que se ocupa de cuidar los hijos de tu pueblo”.
El pasaje de San Marcos dice que “el Hijo del hombre enviará a sus ángeles y reunirá a sus elegidos”. Ambos textos, corresponden a un estilo llamado apocalíptico. Y aunque la forma resulta llamativa, su intención fundamental es la de tranquilizar una comunidad turbada y asustada por la destrucción de Jerusalén a manos de los romanos durante los años 70 d.C. Estamos en las últimas semanas del año litúrgico y tanto las lecturas dominicales como las de diario hacen referencia a la culminación de los tiempos y el triunfo final de Dios. Es muy importante no olvidar nunca, que, aunque las turbulencias sean grandes, la Palabra de Dios con su promesa de vida, prevalecerá.
“El cielo y la tierra que conocemos” pa- sarán, pero la decisión de Dios de amarnos nunca acabará. Es decir, podemos fracasar nosotros o sentir que no ha servido de nada tanto esfuerzo, pero -como dice el lema de San Miguel Arcángel- tenemos la certeza que “nadie es tan grande como Dios” y que solo Él tiene la última palabra. Más aún, la prueba de que Dios ha vencido la tenemos en Jesucristo. Su entrega al Padre lo convierte en la ofrenda que borra todos los pecados y permite tener libre acceso a Dios (2ª lectura).
Así, Jesucristo es erigido por Dios como el Templo definitivo y la buena noticia es que está a las puertas, que viene para que seamos uno; por esta razón estemos atentos a su llamada, para poder abrirle nuestro corazón. Conviene, que aún en medio de situaciones de crisis e incertidumbres, no se turbe nuestra mente, sino que mantengamos siempre la confianza en Dios y demos esperanza al mundo, como decíamos el domingo anterior. De cara al final del año litúrgico y los textos que encontraremos, recordemos que lo importante es una disposición de conversión y esperanza.
Convertirnos significa darnos vuelta del todo, es decir, dejar lo caduco para optar por lo eterno. Es posible una vida nueva, porque tenemos la serena esperanza de que resucitaremos por la victoria de nuestro Señor Jesucristo. No estamos ya anclados al pecado del pasado, sino a la plenitud del futuro. El día y la hora nadie lo sabe, solo el Padre. Y si no lo sabemos es porque no necesitamos saberlo, por tanto, no nos preocupemos por ello. Muchas veces nos enredamos en cuestiones menores y olvidamos las grandes disposiciones a las que estamos llamados: la fe, la esperanza y el amor. No importa tanto el cuándo, sino el cómo de la salvación. O, cómo nos ha recordado la reciente encíclica del Para Francisco sobre el Corazón de Jesús, lo que importa es que: Dios nos amó, nos ama y nos amará.