“No sabéis lo que pedís”, responde Jesús cuando le piden lugares de honor. Hay cosas que no esperaríamos entre nosotros, como la ambición o el protagonismo, pero si se dieron en los primeros apóstoles, cuánto más hoy. Y la respuesta de Jesús a todo interés personal es siempre la misma: “el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor”.

Curiosamente, la actitud de servicio, que no es algo exclusivo de los cristianos, sino de las grandes personas, queda muchas veces olvidada en el día a día. Jesús se propone a sí mismo como el ejemplo a seguir, Él “no ha venido a ser servido, sino a servir”. Fuerte llamado a la conversión, porque el deseo de reconocimiento, la sed de grandeza, la instrumentalización de los demás, etc. son formas de pecado, que desgraciadamente también penetran nuestras actitudes personales e incluso costumbres eclesiales. Como decimos, subyacen entre nosotros esos tics de mundanidad, en los que se admira a una persona por su título o por su aspecto, y no tanto por su fidelidad, abnegación y servicialidad. En la Iglesia, a diferencia de los grandes de este mundo, no caben las ambiciones personales estériles y egoístas.

El pecado del orgullo nos aturde de tal modo que llegamos a desear lo que no nos conviene. La ambición nos ciega, sin darnos cuenta. El egocentrismo y peor en sus formas espirituales, ocupan el lugar que solamente Cristo debería tener. Lo cual sería como decir que la aventura de la vida, que no inició en nosotros, acaba en nosotros y con nosotros. Lo contrario de Jesucristo, que, viniendo del Padre, vuelve a Él, y no busca otra cosa que cumplir su voluntad, como bien les instruye a sus discípulos en el camino a Jerusalén.

La humillación de Jesucristo, “que da su vida en rescate por todos”, revela la humildad de Dios, que se abaja hasta nosotros porque nos ama. La coherencia de Cristo debe ser la del cristiano, y diríamos que la de toda persona. La vida humana, que es un don recibido, no deja de moverse siempre en la lógica mayor de la gratuidad y la solidaridad. La dignidad del bautismo nos sumerge definitivamente en ese modo de ser como Jesús, y nos capacita para ser, como él, servidores de los demás.

De hecho, toda la vida de Jesús, partiendo de su íntima divinidad, se convierte en una espiral de donación. Él es propiamente el “siervo de Dios”, que carga sobre sí la culpa de los demás. Cuando ante Jesús sacramentado decimos “venid a adorarlo”, digamos también, “venid a seguirlo”, no sea que, alabando nuestras palabras a un Dios, nuestra vida siga a otro.

“No saben lo que piden” significa que, al buscarnos a nosotros mismos, nada nuevo encontramos. El ambicioso, encuentra la frustración en su propia codicia. En el fondo, el pretencioso vive en continua frustración, porque lo quiere todo. Solo se quiere a sí mismo sin saber que nadie puede satisfacerse solo.

No necesitamos buscarnos a nosotros mismos, porque ya Dios ha venido a buscarnos a cada uno de nosotros, pecadores, y en Jesucristo nos ha encontrado.

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