Este domingo, 2 de febrero, celebramos con toda la Iglesia la tradicional fiesta de la Presentación del Señor, o de la Candelaria. María y José acuden al templo conforme a la costumbre judía a presentar a su primer hijo varón, que agradecen como una bendición de Dios. Aunque podría haber matices a esa costumbre, pero la idea de fondo es muy hermosa.
El hijo, la hija, fruto del amor de los esposos, es un don de Dios al matrimonio cristiano. Con el favor del Señor, corresponde a los padres custodiar este admirable regalo, para que el hijo crezca y se fortalezca, lleno de la sabiduría divina. Llama la atención que quién cargó con los pecados del mundo, enorme peso, siendo bebé aceptó ser cargado en brazos por las personas. El que nos sostiene quiere que ser sostenido por nosotros.
El fuerte se presenta débil. Por ello, muchos en el templo lo veían, pero no lo reconocían. Será el anciano Simeón quién, tras años de espera, es conducido por el Espíritu al Templo, para ver a su Salvador, “luz para iluminar a los paganos y gloria de Israel”. Aunque el centro es Jesús, van apareciendo varios personajes que representan el pueblo sencillo y fiel que con perseverancia confía en las promesas del Señor. En Simeón y Ana, pero también en José y María, está la fe en el Dios verdadero, que siempre cumple sus promesas. Jesús, muy pequeño aún, pareciera ser actor pasivo de la escena, adquiriendo protagonismo el Espíritu Santo, que transforma la presentación de un niño en el templo en una teofanía que ilumina a todos los pueblos.
Esa luz se convierte en fuente de alegría para todos aquellos que aguardaban su liberación. La presentación de Jesús anima nuestro peregrinar y sostiene nuestra esperanza. Como decimos, el Espíritu Santo, sin quitar el protagonismo al Hijo, adquiere sí gran importancia en este pasaje en cuanto prepara desde mucho antes a Simeón y a Ana, y los mueve a ir al templo, suscitando una serena esperanza en sus corazones.
Así sigue actuando el Espíritu Santo, que sostiene nuestra fe y nos prepara para el encuentro, disponiendo nuestra mirada para poder contemplar a Dios en un niño pequeño y frágil, así como en un pobre y un herido. Termina la escena, María y José, una vez más han sido superados en sus expectativas. El Niño que llevan en brazos, definitivamente no es para ellos, sino para que se manifieste la gloria de Dios y su luz alcance a todos los pueblos y culturas.
Conocen mejor la enorme misión que tienen encomendada, aun así, no dudan en volver a Nazaret, su casa, para que los planes de Dios se cumplan a su tiempo. Acompañarán a Jesús en su crecimiento, como testigos privilegiados de la sabiduría y favor divinos que lo llenaban. Ellos sabían mejor que nadie que aquel que era “en todo semejante a sus hermanos” (carta a los hebreos), era al mismo tiempo su Salvador. Como Ana, no dudemos en hablar de Jesús a todos. Que las candelas sean signo de la luz de Cristo que ilumina nuestra vida.