La semana anterior les comentaba mi sana intención de comenzar una serie de escritos que, en el marco del Bicentenario de la Independencia centroamericana, nos cuestionen sobre el papel de la Iglesia en la historia de esta Centro América nuestra, pero bajo la lupa de uno de los más grandes ciudadanos, sino el más grande de los próceres del proceso independentista el “Sabio “, don José Cecilio del Valle.
Como estamos con la edición de esta semana llegando a la fecha significativa del 15 de septiembre comienzo analizando lo que ese día significó para don José Cecilio.
Según lo que nos dicen los relatos, no oficiales, del acontecimiento de aquel sábado de septiembre de 1821 y a partir sobre todo de las cartas de los testigos de aquella reunión, en cuanto a la Iglesia había posturas encontradas, sino opuestas.
De hecho, los protagonistas de estas posturas representaban muy bien lo que a nivel general se estaba viviendo en todo el continente desde que se pusieron en prácticas las Reformas Borbónicas.
El cambio de dinastía en el Reino de España produjo grandes cambios a nivel de sus posesiones ultramarinas. De hecho, a mi juicio, el período en que la América Española fue propiamente tratada como colonia será este. Anteriormente, la época de los Hasburgo, podría bien llamarse época del Dominio Español porque al menos nominalmente y estructuralmente, las posesiones españolas en América fueron tratadas en base a las formas de gobierno en la península.
El mayor efecto de este cambio de mentalidad fue sin duda el trato que se le dio a los criollos, a los hijos de españoles nacidos en América. En todo el continente, exceptuando México en un primer momento, el proceso independentista fue liderado por estos criollos que habían sido relegados a algo poco más que ciudadanos de segunda categoría y a los que no se les consideraba para prácticamente nada que tuviese que ver con el gobierno, el fuero militar y eclesiástico.
Por eso, en aquella mañana lluviosa del 15 de septiembre en la capital del Reino de Guatemala, la Iglesia también estaba representada en dos facciones opuestas. El cura criollo, que no podía aspirar a nada más que ser párroco y el obispo peninsular que al ser nombrado como tal había prometido obediencia al rey “nuestro señor”.
El criollismo, lo representaba el Padre José María Castilla que junto a los “fiebres” exigía la independencia inmediata de España y cuyo extremo más significativo estaba en la figura del futuro “obispo” cismático de San Salvador, José Matías Delgado.
De la otra parte, estaba el Arzobispo, Monseñor Ramón Casaús y Torres que se oponía a la independencia.
En medio de estos extremos, un moderado que sabía muy bien que declarar la independencia no era sinónimo de libertad automática y por eso buscó hacer del Acta de Independencia un documento de transición que diera paso a un espacio donde pudieran escucharse todos, un Congreso.
Viendo nuestra realidad 200 años después hacen falta muchos moderados porque hace 200 años no se pudo convocar al Congreso y hoy tenemos uno, que no sirve más que para favorecerse a sí mismos y los de su grupo.