El Evangelio de hoy es una resonancia de las bienaventuranzas que escuchábamos el domingo pasado. Y también hoy se nos presenta un ideal cristiano sublime y exigente. Familiarmente diríamos, que quien haya venido hoy a misa a buscar un “cristianismo con rebajas”, saldrá frustrado. La fuerza de la Palabra de Dios es comprensiva con los fallos de los hombres, pero no con la mediocridad que adormece y acomoda.
Nos sorprenden y nos superan las palabras de Jesús: “amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian”. Nadie nunca ha dicho algo así, ni nadie se atreverá a decirlo y a vivirlo como hizo Jesús. Se trata sin duda de una novedad absoluta, una verdadera y profunda revolución: dónde el poderoso oprimía al débil, llega Jesús, el más grande, y se deja prender por los hombres, para, con su muerte, vencer por siempre al pecado.
Estamos acostumbrados a un “Dios simétrico”, me explico. Solemos pensar en un Dios que hace el bien a los buenos y que quiere más a los que le quieren a Él. Es decir, nuestra imagen de Dios suele ser un reflejo de nuestro modo humano de actuar, en el que ofrecemos nuestro aprecio a quién nos corresponde y nuestro rechazo a quién nos agrede.
En cambio, la forma de ser del Padre que Jesús nos revela es la de un “Dios asimétrico”. O sea, un Dios que nos ama sin mérito nuestro, que nos perdona siendo aún nosotros pecadores, que pierde su vida para que nosotros la ganemos. La justicia de los hombres queda no negada, sino integrada en la misericordia de Dios. En este sentido hemos de comprender la petición de Jesús: “sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”.
Se nos invita a ser discípulos del Hijo hecho hombre, quien en su donación expresa la misericordia del Padre. También nosotros, amando como Él amó, habiendo experimentado en nosotros su perdón, seremos capaces de perdonar. Aquél que nos exhorta a la moderación en las costumbres, nos llama a vivir en el exceso, el exceso del amor expresado por Cristo. Vemos que lo que parecía poco realizable, con la gracia de Dios sí es posible, más aún, es la forma en que realmente merece la pena vivir: amando, bendiciendo, orando “sin esperar nada a cambio”.
Que nuestro único deseo sea hacer la voluntad de Dios, no por obligación o resignación, sino porque Él nos ama más y mejor que nosotros mismos. Él nos conoce y sabe lo que es bueno para nosotros. De alguna manera resumen su discurso las palabras: “tratad a los demás como queréis que ellos os traten a vosotros”. Esta frase, no invita a un mero cumplimiento, sino que llama a un amor más grande y más divino. Ese amor radical que refleja el auténtico rostro de Dios. Alguien dirá, “yo quiero amar como Jesús pide, pero no puedo”. Y dirá bien. Pidámoselo a Dios, porque ese amor, aunque sí exige nuestra decisión, no es fruto de nuestro esfuerzo, sino de la gracia divina. No sabíamos amar, por eso Dios nos amó primero, para que seamos capaces de amar, de bendecir, de orar como Jesús nos enseñó.