Homilía del señor Arzobispo para el XXV domingo del tiempo Ordinario

“El abrazo del amor de Dios” Mc. 9, 30-37

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Jesús, frente a todos, abraza a un niño, siendo éste, elegido entre los presentes, justamente por la poca relevancia que los niños en aquella época tenían. Ese abrazo era como decir: Dios abraza a los que muchos rechazan. Ellos, los poco significantes para el mundo, son los destinatarios primeros del amor del Señor, como nos recuerda su frase tantas veces repetida: “los primeros serán últimos y los últimos primeros”. Eso explica que “el que quiera ser el primero que sea el último de todos, el servidor de todos”.

No es solamente una frase contundente, es un resumen de la vida de Jesús, -que todo cristiano está llamado a seguir-.Vale la pena insistir en la frase, porque, aunque se antoje conocida, es fácilmente olvidada, incluso por los que la predicamos con frecuencia. De hecho, la reflexión de este domingo podría resumirse en una sola pregunta: ¿Señor, que debo hacer para -de verdad- servirte en mis hermanos? Este es el criterio de jerarquía para Jesús: el servicio. A partir de ahí, yo mismo, y todos los que tenemos responsabilidades en la comunidad cristiana, debemos preguntarnos: ¿estoy aquí para bien de los demás, sin buscarme a mí mismo?

Como hemos escuchado, el dilema de los apóstoles era otro: ¿quién es el más importante entre nosotros? Sabemos bien quién siembra esa discusión en nuestros grupos y en la misma iglesia universal: es Satanás, príncipe de la mentira y la división. La ambición interna es la principal causa de fracaso de muchas comunidades de fe. Pareciera que con frecuencia nos olvidamos de Jesús y como los mismos apóstoles, sucumbimos a intereses personalistas. Fácilmente nos creemos merecedores del reconocimiento de los demás, y por tanto de una recompensa inmediata a nuestros trabajos.

Nuestros argumentos parecieran tener fundamento: “yo merezco más que otros”, nos repetimos tantas veces, que nos lo creemos. ¿Dónde radica el error? en que “pensamos como los hombres y no como Dios”. Un Dios misericordioso que envió a su único Hijo por nuestra salvación. Dios no solo es el que padece, en su Hijo -el “Hijo del hombre”-, sino el que lo entrega a la muerte para la vida de todos. Así les instruía Jesús a sus discípulos, pero seguían sin comprender. Porque, ciertamente, hay cosas tan grandes que solamente el Espíritu Santo nos puede permitir conocerlas y aceptarlas en su verdadero valor.

Pidamos al Señor su Espíritu Santo, que nos permita pensar y actuar como Jesús. Y volviendo al significativo gesto del abrazo con el que Jesús expresa a ese niño su respeto y consideración. No olvidemos el poder de un abrazo sincero, con él expresamos cercanía, apoyo, perdón, comprensión… Antes de acercarnos a comulgar, nos damos el abrazo de paz, el cual no solo va dirigido a quien se sienta a nuestro lado, sino a la Iglesia toda y con ella al mundo entero. Cuando abrazamos de corazón a una persona, en ella abrazamos algo de la humanidad y a los dos nos envuelve el amor de Dios.

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