Homilía del señor Arzobispo para el XXIII domingo del tiempo Ordinario

“La mentira cierra, la verdad abre los corazones” (Mc 7, 31-37)

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El pasaje de hoy de San Marcos se orienta a la redención como liberación, a la vez que posee una interpretación sacramental de la acción divina. Pero al mismo tiempo, llama la atención, que existen hasta cuatro referencias geográficas y todo el signo es explicado con amplitud de detalles corpóreos de la salud que aquel hombre -sordo y mudo- recupera. Es decir, hay una fuerte concreción histórica del signo que Cristo realiza, porque la salvación no es una idea abstracta, que solo los más iniciados pueden comprender. La gente de a pie es capaz de admirarse, porque sus ojos están contemplando una acción que les llena de alegría y exclaman: “Todo lo ha hecho bien”.

Que es como decir, “Jesús está recreando nuestra vida”, no se avergüenza de nosotros, nos toca y ora por nosotros con muestras de un amor tierno y cercano. No solo ha abierto los oídos de esta persona sorda, sino que, con su bondad, Cristo abre nuestros corazones al Misterio de Dios. Este hombre, al que se le abren sus sentidos, nos hace recordar que es el engaño de la mentira lo que cierra nuestros corazones.

Frente a esa peligrosa mordedura, apliquemos la medicina de la verdad. Esa verdad sencilla y humilde, que busca en todo ser fiel a Dios y que se convierte en nuestro mejor escudo frente a las seducciones de este mundo. Esto es algo que podemos verlo cuando  alguien se deja llevar por las falsas promesas. La tentación siempre estará, por ello debemos encomendarnos con renovada fe al Señor: “no nos dejes caer en la tentación”. Y si caemos, retomemos la gracia del bautismo, reconociendo nuestros pecados con sinceridad y arrepentimiento.

Negar nuestras faltas no las vence, sino que las hace más profundas y ocultas, entrando a formar parte de nuestro fuero interno. La verdad es la que nos hace libres, conforme a la promesa del Señor, mientras que la mentira -tris- te promesa del diablo-, nos cierra cada vez más en nosotros mismos, cerrándonos a la acción misericordiosa de Dios. Vivir como bautizados es vivir en la verdad, como María Inmaculada, que nada tiene que ocultar. La segunda lectura, del Apóstol Santiago, nos invita a vivir de manera imparcial. Y el principal ámbito de esa radical justicia social debe ser la asamblea cristiana reunida dominicalmente para la acción de gracias. Cuánto bien nos hace releer estos y otros textos, en los que se nos presenta una comunidad cristiana en la que todos somos pequeños y todos somos herederos de un Reino superior.

No podemos renunciar jamás a esa fraternidad auténtica entre los hermanos. Una Iglesia en la que nadie pase necesidad debe ser signo profético de una sociedad en la que todos tengan lo necesario para vivir con dignidad. Una Iglesia sinodal, al ejemplo de los primeros cristianos, será no solo la iglesia que Dios quiere en estos tiempos, sino una comunidad de fe que muestre a todos que solamente la verdad une y libera.

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