Este es el día en que actuó el Señor, sea en Él nuestra alegría. Y por tanto corramos a anunciarla a todo el pueblo, porque para eso los que “Nos sentamos a la mesa del Resucitado”, fuimos escogidos de antemano por Dios, para ser sus testigos. De hecho, estériles quedarían estas celebraciones pascuales si fueran sólo una gratificante experiencia privada, y no saliéramos corriendo como los apóstoles. Esta podría ser una bonita definición de cristianos: los que salen corriendo de alegría por la resurrección de Jesús.
Porque nuestro “hombre viejo” del pecado ha muerto con Cristo esta Pascua, y ahora nuestra vida está “escondida con Cristo en Dios” (Col.3, 3). Porque para nosotros “Cristo es nuestra vida”, porque ahora por fin, hemos entendido la Escritura, según la cual Cristo tenía que resucitar triunfante de la muerte, de manera que también nosotros seamos partícipes de su gloria. Dicho esto, hay una consecuencia práctica que transforma nuestra vida definitivamente. El pecado y su paga que es la muerte, llegan porque anhelamos ser glorificados en nosotros mismos, lo que llamamos vanagloria.
En cambio, cuando nuestra gloria no es propia sino una participación en la de Cristo, dejamos de sufrir, ya que todo pasa a ser Gracia. Nuestra vida no depende ya de nosotros mismos, sino que está “guardada” en el Resucitado. Apliquemos esto a nuestra vida diaria: Cuánto esfuerzo inútil y dañino nos ahorraremos. Nuestras antiguas aspiraciones quedan infinitamente superadas por la victoria de la Pascua. En este sentido decimos de manera personal y eclesial, que hemos nacido de la pascua de Cristo. Renacidos de Cristo somos criaturas nuevas y vivimos ya sin miedo en la tierra, orientados hacia el cielo. Esto no son palabras vacías, es el cumplimiento de las promesas de Dios. Para que lo entendamos mejor, el pasaje de San Juan nos enseña a “ver”.
La primera es María Magdalena, que “vio” el indicio de la piedra corrida, pero vuelve atrás a dónde los apóstoles. El segundo es “el otro discípulo” que llegó primero; “vio” pero no entró. Después es Pedro al que parece que tantas lágrimas de arrepentimiento le habían hecho mucho bien, porque él, “vio” y “entró” en el misterio del sepulcro, superando sus miedos y dejándose sorprender por las vendas y el paño, que estaba doblado y colocado aparte, indicando que un nuevo orden había nacido, el orden de los redimidos. Por último, tras Pedro, entró el “otro discípulo” que ahora sí, “vio y creyó”. Es decir, para “ver y creer” necesitamos la comunión eclesial que nos permite entrar en el misterio de la muerte y resurrección de Jesús. En un mundo de tantas incertidumbres e inconsistencias, Cristo ha ganado para nosotros el derecho a la paz y la alegría. Corramos sin miedo, la verdadera alegría ha triunfado y tiene rostro, el de Jesucristo. No nos cansemos de decir a nuestros hermanos: Ha resucitado el Señor, ¡Verdaderamente ha resucitado!