En estos días, con motivo de la imposición de ceniza por el inicio de la Cuaresma, visitando a una señora mayor en el momento de colocarle la crucita sobre su frente, le dije la consabida fórmula: “Conviértete y cree en el evangelio”. Me quedó viendo con los ojos bien abiertos y me dijo: “Ay, padrecito, yo aquí en cama de qué me voy a convertir si yo no puedo hacerle mal a nadie”. Ahí nomás me nació la predicación de estos días.
Tenemos una idea de la conversión bastante errada. Nos hemos creído que eso de convertirse es algo destinado únicamente para los grandes pecadores. Deben convertirse los corruptos, sobre todo esos políticos que le han hecho mucho daño al país. Deben convertirse los sicarios, los mareros, los narcos, los ladrones, Etc. Bueno, es cierto que todos ellos deben convertirse, pero es incluso más necesario que nos convirtamos nosotros. Todos. La conversión debería ser el estado natural del creyente. Por derivación, debería de ser el estado en el que nos desenvolvemos todos los seres humanos.
Más allá de las implicaciones religiosas de la conversión, que nacen de la absoluta dependencia que descubrimos al saber que somos creaturas, que no nos hemos dado la vida a nosotros mismos. Más aún, más allá de la con- ciencia, que debe ser cada vez más profunda, que no nos enfrentamos a un Dios que busca castigarnos sino a un “Padre que ve en lo secreto” y que quiere recompensarnos. La conversión no puede reducirse a un mero sentimentalismo o la intención de aparecer como buenos. Convertirse es tener claro que podemos ser mejores, que debemos ser mejores. Nuestra conversión más sincera, se de- muestra cuando trabajamos por una mejoría continua en nuestras relaciones, porque es en la calidad de nuestras relaciones donde se prueba la calidad de nuestra personalidad.
Nuestra relación con Dios se fortalece, se profundiza, cuando hacemos de verdad lo que pedimos todos los días al rezar el Padre Nuestro: que se haga su voluntad. Hay conversión cuando nuestra relación con los hermanos se mueve en el ámbito de la verdadera caridad, que no es una simple limosna como muchas veces lo interpretamos. Darle al otro su lugar y luchar para que ninguna circunstancia se lo arrebate. Contribuir a su crecimiento y a su desarrollo integral. Darle tiempo, prestarle atención, escucharle.
Todo eso implica una renuncia de nuestra parte y eso nos humaniza porque nos hermana. La fraternidad sincera, desinteresada, madura, nos convierte. Pero quizás la parte más complicada de nuestra conversión está en el trato que nos damos a nosotros mismos, porque cuando somos tardos en excusar al hermano, pero prontos para justificar nuestros excesos, la necesidad de ayuno aflora, porque el ayuno equilibra y ordena la vida en función de un bien superior que no es el que aparece en el espejo. Buena tarea esta de convertirnos. Buena Cuaresma la que nos espera.