Cuando aquel 2 de abril del 2005, el Señor cosechó la vida del Papa Juan Pablo II para la vida eterna, el sentimiento de orfandad que nos golpeó fue inmenso. La última vez que se tuvo que enterrar un Papa, fue el año de los tres Papas, se sepultó a San Pablo VI en agosto y al beato Juan Pablo I en octubre de 1978. Así que en las últimas décadas sólo hemos asistido los que ya andamos rondando los 50 años a 3 funerales papales. Este de Benedicto XVI fue el cuarto.
Como siempre se cometieron algunas imprecisiones con respecto a la descripción del funeral del papa Benedicto XVI, porque se dijo que en la historia nunca un papa había enterrado otro Papa, lo cual no es cierto o al menos es un tanto impreciso. Cuando el Papa Pío VI murió en Francia en agosto de 1799, habiendo sido capturado por el Directorio en 1798 y trasladado, a pesar de encontrarse muy enfermo, se vivió uno de los momentos más duros en la historia de la Iglesia, porque ni siquiera se le permitió al Papa ser enterrado de manera cristiana.
Se cuenta que Voltaire se acercó al lugar donde había sido sepultado sin ninguna insignia papal, sin ningún signo cristiano para burlarse del que él consideró era el último de los papas. El año siguiente, cuando ya Napoleón Bonaparte ejercía el consulado, permitió que su cuerpo fuese trasladado a Italia y es así como en 1801 el Papa Pío VII, presidió los funerales de su antecesor. Así que, no es tan cierto que esta es la primera ocasión en que un pontífice presidió los funerales de su antecesor. El “Amigo del novio”, como quiso llamarle el Papa Francisco en su sepelio al último Papa teólogo, por oficio, que ha tenido la Iglesia, es a mi juicio una descripción magistral de la misión y vocación de Benedicto XVI.
El “Amigo del novio”, como nos lo des- cribe el Evangelio, es el que está esperando a que llegue el novio para compartir con Él la alegría de la Boda. Benedicto XVI nos enseñó más allá de sus escritos, a vivir la espiritualidad de la esperanza como virtud teologal y como sentido orientador de la vida cristiana. En momentos tan turbulentos como los que ha vivido la humanidad en las últimas décadas, la providencia divina nos ha concedido la gracia de ser testigos de la santidad tan variada, por su personalidad y por su origen, de los últimos papas.
Ninguna institución en la historia de la humanidad podrá jamás jactarse de haber tenido al frente de ellas a personas de la talla moral de un Juan XXIII, de un Pablo VI, de un Juan Pablo I, de un Juan Pablo II y de un Benedicto XVI. Y si no le he agregado a ninguno de ellos su título en el canon de los santos, es porque estoy convencido y desde ya pido la intercesión del futuro Doctor de la Iglesia, San Benedicto XVI. Suena bien, porque así lo fue.