San Juan María Vianney nos recuerda cuál es la obligación de todos los hombres: Orar y amar

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Este cuatro de agosto, se conmemora la memoria litúrgica de San Juan María Vianney, mejor conocido como el Santo Cura de Ars. En una de sus catequesis, justo la que aparece en el oficio de lectura de la liturgia de las horas, este santo sacerdote señala que la obligación del cristiano es orar y amar. Es una catequesis que enfatiza en el poder de la oración y en el trato amoroso con Dios. Hace una advertencia para aquellos que no les gusta orar. “Hay algunos que incluso parece como si le dijeran al buen Dios: «Sólo dos palabras, para deshacerme de ti…», Muchas veces pienso que, cuando venimos a adorar al Señor, obtendríamos todo lo que le pedimos si se lo pidiéramos con una fe muy viva y un corazón muy puro”.

A continuación, la catequesis que aparece en el oficio de lectura de la liturgia de las horas.

De una catequesis de san Juan María Vianney, presbítero, sobre la oración

(A. Monnin, Esprit du Curé d’Ars, París 1899, pp. 87-89)

HERMOSA OBLIGACIÓN DEL HOMBRE: ORAR Y AMAR

Consideradlo, hijos míos: el tesoro del hombre cristiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por esto, nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí donde está nuestro tesoro. El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar. Si oráis y amáis, habréis hallado la felicidad en este mundo. La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Todo aquel que tiene el corazón puro y unido a Dios experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura que lo embriaga, se siente como rodeado de una luz admirable.

En esta íntima unión, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya nadie puede separar. Es algo muy hermoso esta unión de Dios con su pobre criatura; es una felicidad que supera nuestra comprensión. Nosotros nos habíamos hecho indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con él. Nuestra oración es el incienso que más le agrada. Hijos míos, vuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. La oración es una degustación anticipada del cielo, hace que una parte del paraíso baje hasta nosotros. Nunca nos deja sin dulzura; es como una miel que se derrama sobre el alma y lo endulza todo. En la oración hecha debidamente, se funden las penas como la nieve ante el sol.

Otro beneficio de la oración es que hace que el tiempo transcurra tan aprisa y con tanto deleite, que ni se percibe su duración. Mirad: cuando era párroco en Bresse, en cierta ocasión, en que casi todos mis colegas habían caído enfermos, tuve que hacer largas caminatas, durante las cuales oraba al buen Dios, y, creedme, que el tiempo se me hacía corto. Hay personas que se sumergen totalmente en la oración, como los peces en el agua, porque están totalmente entregadas al buen Dios. Su corazón no está dividido. ¡Cuánto amo a estas almas generosas! San Francisco de Asís y santa Coleta veían a nuestro Señor y hablaban con él, del mismo modo que hablamos entre nosotros.

Nosotros, por el contrario, ¡cuántas veces venimos a la iglesia sin saber lo que hemos de hacer o pedir! Y, sin embargo, cuando vamos a casa de cualquier persona, sabemos muy bien para qué vamos. Hay algunos que incluso parece como si le dijeran al buen Dios: «Sólo dos palabras, para deshacerme de ti…», Muchas veces pienso que, cuando venimos a adorar al Señor, obtendríamos todo lo que le pedimos si se lo pidiéramos con una fe muy viva y un corazón muy puro.

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