Homilía del señor Arzobispo de Tegucigalpa para el Domingo de Pentecostés

“La Iglesia, receptora y portadora del Espíritu” (Jn 20, 19-23)

0
30

Hoy nos unimos a un deseo universal en la oración de toda la Iglesia: ven Espíritu Santo. Es súplica que la Iglesia eleva al cielo de manera especial en la fiesta de pentecostés. Lo hacemos basados en la profunda fe que tenemos en que la acción del Espíritu es la que nos mueve a cada uno de nosotros, a la Iglesia y al mundo entero. En el fondo, la Iglesia se une a Jesús en esa petición al Padre, porque todo lo que pidamos en su nombre, el Padre nos lo dará: “envíanos Señor tu Espíritu, que renueve la faz de la tierra”. Pidámosle al corazón orante de Jesús, que -como hemos escuchado hoy- en sus palabras tras la última cena dijo: “yo rogaré al Padre para que os envíe otro Paráclito, para que esté con vosotros siempre”.

Esta oración de Jesús alcanza su plenitud en la cruz, donde súplica y entrega se funden en una superabundancia de amor tan grande que alcanza a todas las generaciones. “Para que esté con vosotros para siempre”. Cristo, en su obediencia filial, cumple la voluntad del Padre, y nos enseña a todos a cumplir los mandatos de Dios, especialmente el primero y fundamental, el mandamiento del amor, en el que se basan todos los demás. Esta súplica continúa también en el cielo, donde Jesús sentado a la derecha del Padre, intercede por nosotros, para que el Padre “envíe su Espíritu, que nos recuerde todo lo que Cristo nos ha enseñado”.

Más aún, para que su Espíritu, no solo nos explique lo que no entendemos; sino que nos permita distinguir entre lo que conocemos y lo que desconocemos, porque, recordemos, el más sabio es el más consciente de su ignorancia. Y ¿qué va a producir esa esperada venida del Espíritu? En el mundo lacerado por la violencia, reconciliación; entre los hermanos divididos, reconciliación; en los corazones angustiados, consuelo. La dignidad que el Espíritu Santo confiere a cada uno nos hace pasar de individuos anónimos a personas llenas del amor de Dios. Más aún, a quienes viven dispersos por el des- conocimiento mutuo que provoca el egoísmo, el Espíritu de unidad los hace entrar en el hogar común de la fraternidad. Donde había esclavitud, la libertad del Espíritu crea pueblo y Pueblo de Dios, es decir Iglesia.

Una Iglesia receptora del Espíritu que se convierte a su vez en su portadora. Una Iglesia políglota, no solo por su presencia en todas las naciones, sino porque en un mismo Espíritu la iglesia a todos habla con el lenguaje universal de la comprensión. Lo hermoso no está en ser todos iguales, sino que, siendo distintos, todos nos entendamos. Ese es el don que suplicamos al Espíritu Santo para nuestras comunidades, para nuestra nación y para el mundo entero: la unidad fraterna, la cual se manifiesta en la pluralidad de expresiones, todas ellas hermosas y constructivas. No le temamos a la diversidad, temamos a la falta de escucha que impide el diálogo. Pidamos al Espíritu Santo que permita a su Iglesia ser instrumento de unidad, fermento de justicia, espacio donde todos se sientan en casa.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí