En el sacramento del orden, el primer grado que reciben los candidatos a los ministerios sagrados, es el diaconado. Cuando el obispo, se dispone a conferir este sacramento sobre el seminarista, le indica que, “Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero; cree lo que proclamas, vive lo que enseñas, y cumple aquello que has enseñado” y uno de los signos propios del ministerio es, recibir el Evangeliario para proclamar la Buena Nueva de salvación. De hecho, en una celebración eucarística, si existe la presencia del diácono, es propiciamente quien, siempre proclama el Evangelio.

Septiembre es el mes de las Sagradas Escrituras y es por ello, que al poner la mirada en los diaconas, es importante reconocer que en ellos, el soplo del Espíritu Santo se une ahora a su aliento físico para que lo que predique y enseñe no sea mera voz humana. Desde ahora la prédica y enseñanza del diácono ha de ser voz de Cristo, Dios y hombre verdadero.

Para proclamar digna y fructuosamente la Palabra de Dios, el diácono “debe leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse vano predicador de la palabra en el exterior, aquel que no la escucha en el interior; y ha de comunicar a sus fieles, sobre todo en los actos litúrgicos, las riquezas de la Palabra de Dios”.

Diversos documentos de la Iglesia indican que, para sentir el reclamo y la fuerza divina, los diáconos deberán, además, profundizar esta misma Palabra, bajo la guía de aquellos que en la Iglesia son maestros auténticos de la verdad divina y católica. Su santidad se funda en su consagración y misión también en relación a la Palabra: tomará conciencia de ser su ministro. Como miembro de la jerarquía sus actos y sus declaraciones comprometen a la Iglesia; por eso resulta esencial para su caridad pastoral verificar la autenticidad de la propia enseñanza, la propia comunión efectiva y clara con el Papa, con el orden episcopal y con el propio obispo, no solo respecto al símbolo de la fe, sino también respecto a la enseñanza del Magisterio ordinario y a la disciplina, en el espíritu de la profesión de fe, previa a la ordenación, y del juramento de fidelidad. De hecho «es tanta la eficacia que radica en la Palabra de Dios, que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual». Por eso, cuanto más se acerque a la Palabra de Dios, tanto más sentirá el deseo de comunicarla a los hermanos. En la Escritura es Dios quien habla al hombre; en la predicación, el ministro sagrado favorece este encuentro salvífico. Él, por lo tanto, dedicará sus más atentos cuidados a predicarla incansablemente, para que los fieles no se priven de ella por la ignorancia o por la pereza del ministro y estará íntimamente convencido del hecho de que el ejercicio del ministerio de la Palabra no se agota en la sola predicación.

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